Inspirado en el poema “A menos que tu no quieras”
de María José Ruiz

Al llegar te encuentro esperándome junto a la ventana, las cortinas ondeando con la brisa marina y tu mirada perdida en la oscuridad de la bahía. Ocupas tu sillón preferido, aquel donde tu abuela te leía poemas por las tardes y tu cabello releja la luz plateada de la luna. Por momentos pareces brillar. Frente a ti, la poltrona donde te acompaño cada noche y en medio de los dos, la mesita del café con tu carta extendida. Al percatarte de mi presencia vuelves la vista y sonriendo, extiendes tu mano indicando que te acompañe. A pesar de la costumbre, mi corazón late acelerado. Aun me duele verte así. Aun me duele verte aquí. Ocupo mi lugar y después de un largo momento en el que trato de reconocer tu rostro, tomo tus palabras entre mis manos y comienzo nuestra rutina una vez más.
Leo tu carta en voz baja. Tu poema, debería decir: siempre existió ese llano indefinido entre lo que soñabas y entre lo que querías decir. Leo tus palabras danzando sobre la hoja perfumada y el nudo tenso de tu recuerdo de repente me asfixia y me oprime. Hablas sobre nuestras pequeñas odiseas a la orilla de playas rocosas y el cielo rosa que nos bañó de serenidad; de besos tendidos sobre el pasto, la luna como testigo incondicional; hablas sobre entonar sonetos olvidados y de librar la distancia entre nosotros como si fuera tan solo una nube de tabaco endeble en la memoria. Hablas de regresar… “A menos que tú no quisieras”, concluyes.
Me detengo tratando de contener esta sensación de culpabilidad que me embarga, tus palabras retumbando como martillazos en mi memoria. Trato de serenarme concentrándome en el ritmo cercano del oleaje pero es inútil. Como cada noche me pregunto cuánto tiempo deberemos recrear esta farsa, ¿hasta cuándo te darás cuenta de la inutilidad de nuestros roles forjados por lo que pasó? Entonces escucho el eco de tu risa y coloco la carta sobre la mesita que nos separa. Tu rostro se transparenta detrás de las cortinas que ondulan al ritmo de la brisa. Con una de tus manos abrazas tus piernas sobre el sillón, mientras que con la otra alisas ausente tu cabello y tus ojos se acentúan entrecerrados en mi mirada desolada. “Todo lo que podríamos hacer me llena de ilusiones”, cito tus palabras en mi mente; “con gusto alimento mi cuerpo, mente y alma de ti, de nosotros.”
—Lo siento, —murmuro derrotado, esperando que esta vez sí logres escucharme y señalo la carta marchita por años de desilusión—. Esto es todo lo que hay. Esto es todo lo que queda de “nosotros”: tus palabras adelantadas. ¿Entiendes? No es que yo no quisiera, esto es todo lo que dejaste. Esto es todo lo que habrá.
Entonces, como cada noche, te incorporas y atravesando la mesita te diriges hasta mí. Como cada noche, inclino la mirada esperando inútil que entiendas la futilidad de nuestra rutina. Como cada noche, intentas dirigir con tu mano etérea mi mirada hacía la tuya y como cada noche, termino perdido en tus ojos transparentes, cada vez más lejanos; cada vez menos definidos. Entonces sonríes triste y terminas por desaparecer en la oscuridad que oprime la habitación.
Quedo varado en la noche, enfrentando tus palabras y tu recuerdo hasta que el eco distante del mar me regresa a mi realidad. Tomo tus versos y vuelvo a leer el final: “A menos que tú no quisieras”. Y esa es mi tragedia ¿no es así? No es que yo no quiera: son tus ilusiones que confundías con libélulas en el estómago; es el recuerdo lejano de nuestros pies mojados en las aguas frías del mar y “los besos sinceros, como sonido de colibrí”. Es esta postdata que me escuchas leer noche tras noche antes de regresar a tu tumba en el mar. No, no es que yo no quiera; es solo que en realidad no tengo otra opción.
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