El botón para abrir la puerta no responde, ¿notas su ansiedad? Sabe que es sencillo, sin embargo, el calor que hace aquí adentro le impide reaccionar de manera adecuada. Se afloja la corbata (que seguramente compró después de enterarse de su cita; ayer, en la tarde tal vez). Es una pena: la cita es dentro de dos minutos exactamente. Sabe que este retraso le podría costar el ascenso…
Entonces, las luces se apagan.
Trata de tranquilizarse. Se apoya sobre la pared e intenta respirar profundo. Inhala desesperado, con fuerza y ¡phuaaaaj...! exhala escandaloso. Repite el proceso. (Su respiración es lo único que rompe la obscuridad). Otra vez. Otra. Una vez más... Comienza a encogerse. Desliza su espalda hasta quedar en cuclillas (palabra sonora y divertida; la aprendí ayer en una discusión entre ingenieros).
En este momento tiene su cabeza entre sus brazos, muy cerca de sus rodillas. No parece llorar; lo más seguro es que se esté preguntando cosas como ¿Por qué? ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora? o algo por el estilo. Y es que siempre hacen lo mismo: comienzan mirando hacia arriba como si en el techo hubiera alguna clase de respuesta. Acto seguido, se acercan a la consola y comienzan a presionar los botones. Todos. Fuertemente. Lo hacen hasta que se cansan o hasta que sus dedos les duelen. Luego comienzan las preguntas: ¿Qué pasó? o ¿Hay alguien ahí? ¿Me escuchan?
Algunas veces gritan por horas, hasta que su garganta se les seca (o hasta que los sacan de aquí y, aun así, algunos siguen gritando); otros golpean las puertas (mientras gritan) y otros más simplemente no pueden reaccionar: se quedan inmóviles, impotentes por la impresión. Sin embargo, todos tienen algo en común: cuando se detienen, sus ojos crecen y voltean en todas direcciones sin cesar. Es una mirada interrogante, incrédula, pero llena con un cierto estupor que, dependiendo de la persona, llega a convertirse en el más puro, verdadero y franco terror. Esas son las más divertidas.
Ahora ha vuelto su rostro hacia la consola. Uno de los botones está brillando. Su respiración vuelve a acelerarse; su vista fija sobre el botón. Por un momento las luces se encienden nuevamente. Parpadean intermitentes, como la sirena de una ambulancia. Los ruidos en el techo vuelven también, sólo que esta vez son más agudos; algo se está soltando...
Se acerca gateando hasta la consola y cerca de las puertas, consigue escuchar voces. Lentamente, levanta su mano y la dirige al botón que se encuentra encendido. Pasea sus dedos por encima de los demás botones, casi paralizado por el terror que le causa la idea de que la luz se vuelva a apagar. Presiona el botón. La luz sigue su tartamudeo y el ruido en el techo no parece disminuir. Siente un pequeño jalón. De repente, frente a él se escucha un timbre y el sonido mecánico de las puertas abriéndose al fin.
Las puertas detienen su camino a escasos centímetros de su apertura. Puede ver luz y escucha las voces de hombres que le gritan. Las voces y los gritos están arriba, muy cerca del techo. Extiende su mano al ver otra enguantada que le ordena no hacer ningún movimiento brusco. La instrucción parece no importarle ya que pega un salto desesperado logrando tocar la mano enguantada. Al caer de nuevo, el ruido en el techo se agudiza y experimenta otro jalón; éste más fuerte que el primero. Una vez más, se le indica que no se mueva, que guarde la calma, pero una vez más él desobedece. Es entonces cuando los cables que me sostienen terminan por ceder y se rompen produciendo un ruido como el de mil latigazos. Comenzamos a caer y él se da cuenta de que tiene la mano enguantada entre las suyas. La sangre me ha salpicado la consola y los botones y mi interior se cubre de un húmedo lamento carmesí. Sin embargo, eso no importa ya; es verdad: estas manchitas no se comparan con el desmadre que este tipo y yo haremos cuando lleguemos a la planta baja del hotel…