El micro desciende la Alisos como excomulgado directo al infierno y me aferro con todas mis fuerzas al tubo metálico que recorre la unidad. En silencio, me encomiendo al Dios en el que solía creer una vida atrás. El calor nos aprisiona inclemente: todo mundo brilla de sudor y los que pueden, se abanican con las manos, panfletos religiosos o las ofertas de la semana del Ley. Las ventanas apenas dejan entrar un soplido endeble que se pierde entre el murmullo de los asientos maltrechos y el ocasional regaño al ocasional escuincle desobediente. Todos rebotamos sobre la textura porosa del lienzo eterno de baches sin reparar. Bouncy castle sobre ruedas.
Al integrarnos a la Reforma, el rebote anárquico se transforma en un ronroneo fluido que me permite por fin observar mi entorno con calma: la mitad de los asientos son ocupados por doñas con sus hijos, la otra por Maquila Bros y aspirantes a influencers de Tik Tok. En el asiento que enfrento, un par de adolescentes encorvadas sobre sus celulares, absortas en sus vidas vicarias. A mi lado, un joven repite aislado la operación; su pulgar ágil sobre la pantalla del dispositivo recorre las ocurrencias y los errores de desconocidos en forma de memes y videos socarrones. Frente a él, otro joven porta audífonos incapaces de contener el reggaetón impetuoso que nos musicaliza el viaje. El escuincle a mis espaldas lleva cinco minutos pateándome sin que su madre haga una absoluta chingada al respecto.
Primera parada. Al llegar a Walmart, me recorro hasta el lado del conductor para permitir el paso de un par de mujeres con sus respectivas camadas. Bajan de la unidad en medio de una cacofonía de órdenes incumplidas, maniobras de bolsas para mandado, juguetes casi perdidos y el llanto histriónico de uno de los chamacos. Las piezas restantes se reacomodan sobre el tablero. Los asientos evacuados son ocupados y al final quedo solo de pie, empuñando el tubo que apenas me permite mantener el equilibrio al momento que el chofer fondea el acelerador. Regreso a mi lugar, al mismo calor grosero y al mismo reggaetón que ambienta mi aventura.
Resuelto a recorrer sin novedades las últimas cuadras de mi recorrido, bajo casual la mirada hacía las adolescentes que me han acompañado desde el principio de mi viaje. La más cercana se ha enderezado de su conspiración y descubro sorprendido su escote amplio que anuncia una genética precoz y bien alimentada. Sus joviales protuberancias, apenas contenidas por la ajustada camisetita amarillo mostaza que viste, rebotan al ritmo de los eternos baches y por primera vez agradezco en silencio la ineficiencia del H. ayuntamiento de la ciudad. Bouncy castles.
El trancazo de la excitación inicial da paso inmediato a la culpa y a la vergüenza y desvío la mirada hacia afuera, al escenario móvil enmarcado por la ventana del micro a toda velocidad. Me recrimino: ¡es una adolescente! ¿Qué chingados estoy pensando? No puedo estar mirando eso. Seguramente se sentiría humillada si se diera cuenta ¿no es así? Seguramente estoy violando su espacio e integridad personal. Seguramente NO trae esa blusita ajustada, color amarillo mostaza, con sus atributos naturales semi expuestos y bulliciosos para que cualquier pelado en el micro los aprecie y los venere mentalmente ¿no es así? SEGURAMENTE no es así. Bouncy castle.
Semáforo en rojo. Faltan tres cuadras para bajar. Limpio el sudor de mi frente con mi mano libre, tratando con todas mis fuerzas de no bajar la mirada. Intento pensar que falta poco para llegar a mi destino, pero es inútil: en mi mente un reel en loop se repite sin cesar: esas carnes vírgenes, expuestas, rebotando rítmicamente con un sonoro reggaetón a manera de soundtrack. Podría moverme de mi lugar; seria lo correcto ¿no es así? Pero entonces pienso: ¿no estaría delatándome? ¿Por qué habría de hacerlo, sobre todo faltando apenas unas cuadras para bajar? ¿Qué cambiaría si lo hago? Decido aguantar estoico. Faltan tres cuadras y el semáforo nos ha otorgado permiso para continuar. Solo debo mantener mi vista fija en los comercios borrosos de la Juárez y no pensar en la suculenta adolescente que está sentada a la altura de mi crotch. Bouncy castle
Faltan dos cuadras. Pronto mi suplicio terminará. En cualquier momento abandonaré el micro y esta anécdota será archivada en mi cajón mental de ideas. Tal vez me anime a escribir una historia corta o incluso ilustre un comic. Bouncy castle. Bajo la mirada furtivo. Bouncy castles. Inmediatamente me obligo a concentrarme en el blur exterior. «No tienes madre», me recrimino inútil. ¿Cuál es el problema? No le estoy haciendo daño a nadie ¿o sí? Ella se encuentra inmersa en su celular y mis lentes polarizados se oscurecen con la luz solar; seguramente no estoy haciendo nada tan malo ¿no es así? Bouncy castle.
Falta una cuadra. Bajo la mirada. Por un segundo glorioso me deleito una vez más en las formas generosas y vivas de mi adolescente adorada, pero algo más llama mi atención. Mi visión se posa en sus manos que han colocado el celular sobre su pierna. La cámara del dispositivo se encuentra apuntando en mi dirección. La cámara. De su celular. En mi dirección. Bouncy castle. Un frío glacial recorre mi espalda. Mi mano aprieta dolorosa el tubo metálico que recorre la unidad y el caos ambiental se convierte en un murmullo lejano. El resto del micro desaparece. ¿Me está grabando? ¿Me habrá capturado observándola lascivamente? ¿Desde ese ángulo? Bouncy castle.
Pido la parada. Recorro la distancia hasta la puerta consumido por la incertidumbre y la vergüenza. ¿Me habrá grabado? Desciendo del micro hacia la sartén ardiente en la que se ha convertido la acera y me dirijo apresurado en dirección del Santuario, paranoico y con mil recriminaciones asaltando mi mente. ¡Pinche vieja! ¿En serio se habrá atrevido a grabarme? ¡Qué poca madre! Me siento… ofendido. Me siento violado en mi intimidad… Exhalo frustrado. Furtivo, volteo a ver a las morrillas a la vez que el micro arranca veloz. Siguen encorvadas sobre sus celulares. En ningún momento levantan la vista ni parecen dar cuenta de mi existencia. Una última idea me aterra: tal vez estén ocupadas compartiendo mi indiscreción en sus redes sociales. ¿Llegaré a mi casa más tarde con la novedad de que he sido cancelado? Chingada madre… El micro se integra al torrente de carros entre pitidos y mentadas de madre y al final termina evaporándose en el horizonte, sus usuarios brillosos de sudor y rebotando al ritmo interminable de todos los baches del mundo. Bouncy castle sobre ruedas…
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