​​​​​​​Florencia arribó a Caborca con tres hijas, un hueco en las entrañas y el contenido de un viejo baúl de latón como única pertenencia. Salieron de Autlán de Navarra luego de que los acreedores se encargaron de despojarlas de todo tras la muerte de su esposo, Antonio Gómez. Amparo, su tía, le advirtió que no la podía alojar y le sugirió que intentara hacer vida en otro lugar. Amparo nunca se lo dijo a la cara, pero Florencia siempre supo que su negativa se debía a las historias y rumores que la perseguían como un mal olor desde antes de casarse con Antonio.  Él mismo sugirió, años antes, el peso de su reputación. “¡Deberías de estar agradecida!” respondió cuando Florencia le preguntó por qué se había casado con ella. “Nadie más te hubiera aceptado”, concluyó tajante. Para ese entonces, ya le había hecho tres chamacas y vivían el arduo día a día en el ranchito que la familia trabajaba para subsistir. En algún momento el alcohol y la diabetes comenzaron a comerse a Antonio a pedazos y al final, las deudas y las malas decisiones terminaron por consumir el resto de sus vidas en Autlán.
En Sonora las esperaba Josefina, su hermana menor. Las acomodó en su casa, a un par de calles del Templo de la Purísima Concepción de Nuestra Señora de Caborca, en Pueblo Viejo. Su esposo era distribuidor de carne seca y de coyotas en los comercios del Centro y fue él quien le consiguió su primer trabajo en un pequeño negocio de mercería. Por primera vez en muchos años, Florencia vislumbró la posibilidad de vivir en paz.
Siempre reservada, se entregó a su nueva vida sin reparos ni reproches, y aunque cada día le agradecía a Dios por la oportunidad, el vacío profundo en su corazón nunca la abandonó. Era un nudo en las tripas que siempre la persiguió y que el calor infernal del desierto parecía apretujarlo sin piedad. Su único consuelo tras las jornadas enjauladas en la mercería, se lo proporcionaba el contenido del viejo baúl de latón, relegado a una esquina apretada del cuarto que compartía con sus hijas. Después de la cena, mientras los pueblerinos escapaban de sus cajones de adobe e intentaban refrescarse en las banquetas, Florencia se refugiaba en las entrañas hirvientes de su cuarto para estar con el viejo baúl. Ese fue siempre, su único vestigio de una felicidad prohibida y fugaz.
Cada noche, desde sus tiempos en el rancho en Autlán, Florencia se arremolinaba sobre el baúl y tenía comunión con él. Algunas veces, cuando estaba segura de que no había nadie al rededor, se atrevía a abrir el candado victoriano que resguardaba sus secretos. De la profundidad recatada de su pecho, extraía la llave de hierro forjado que colgaba de un collar de plata que nunca se quitaba y con lágrimas reprimidas, exploraba el contenido de su pasado. En su nueva vida, la presencia permanente de sus hijas le dificultaba abrirlo; sin embargo, aquello no impedía que continuara su rezo diario.
Como en trance, recorría devota sus dedos sobre la superficie, como quien acaricia a un bebé. Cada centímetro parecía sagrado para ella, incluida la abolladura provocada por Antonio en un arranque de celos: exhausto por su inexplicable devoción, intentó abrir el baúl a martillazos antes de que Florencia lograra subyugarlo amenazándolo con un machete que encontró en el corral. Furibundo, salió del cuarto reclamándole que parecía amar más a esa caja de metal que a sus propias hijas. Florencia nunca lo desmintió.
El baúl perteneció a su abuela. Fue un presente de cumpleaños y por décadas sirvió para guardar ropa de cama y cobijas. Al morir la matriarca, el baúl pasó a sus manos para su enorme beneplácito. Desde entonces el baúl fue el receptáculo de sus ilusiones y secretos. Algunas noches, sus hijas la escuchaban recitar poemas amorosos en voz baja y cada vez que se le cuestionaba sobre su contenido, Florencia solo atinaba a minimizar su obsesión.
Así pasaron los meses, hasta una tarde en la que llegó temprano a casa de su hermana y encontró a su cuñado hurgando en las entrañas del baúl, en busca de algo que pudiese vender. Explotó en cólera. Apenas si pudieron calmarla entre el hombre y dos vecinos que escucharon los gritos. Entre el escándalo y la pelea, Florencia alcanzó a hacerse de una caja endeble de cartón blanco, de la que no le pudieron separar. Esa noche, al regresar su hermana y sus hijas de Hermosillo, la encontraron meciéndose en su rincón, ensopada en sudor y con la mente roída por el dolor. A sus pies, la caja yacía hecha pedazos y un puño de fotos se encontraban dispersas sobre el piso. En sus brazos, Florencia acunaba un ropón bautismal, mientras murmuraba como poseída, los poemas que sus hijas tantas veces le escucharon recitar.
Al tiempo que intentaba calmarla, Josefina alcanzó a reconocer a su hermana en una de las fotos desparramadas en el suelo. Era de los tiempos en los que aún vivía en la hacienda de su padre. Florencia era entonces una adolescente. Tomó las fotografías restantes y al ver la última, llevó las manos a su rostro y un “¡Dios mío!”, alcanzó a escapar de sus labios ante el torrente imparable de la memoria. En su juventud escuchó las historias; esas que seguían a su hermana como su sombra. Por años se negó a creerlas y prefirió adjudicarlas a las envidias y chismes de las viudas del pueblo, pero al ver las imágenes en sus manos, la realidad la golpeó como patada de mula. En la fotografía carcomida por los años, Florencia se encontraba sonriente al lado de un joven vestido con una sotana percudida y un par de carrilleras que cruzaban su pecho: un cristero. En sus manos, Florencia sostenía el poemario victoriano que perteneció a su abuela.
El nombre del cristero era José Aguirre y era seminarista cuando la llamada Ley Calles limitó el culto católico en el país. Al estallar el movimiento armado en los Altos de Jalisco, cambió la biblia por un rifle y municiones y comenzó a luchar contra el gobierno de Calles y su ejército. En 1928, cuando Florencia tenía doce años, José Aguirre y sus hombres tomaron refugio en la hacienda que pertenecía a su familia desde la Colonia, bajo el auspicio de su padre, católico devoto.
Las primeras semanas fueron tensas, pero sin accidentes mayores. Con el transcurrir de los días, algunos cristeros se unieron a las labores básicas en la hacienda y José Aguirre se dedicó a impartir catecismo a los hijos de los trabajadores. Florencia comenzó a asistir al seminarista, pues compartía con su padre, su religiosa devoción. Fue al finalizar de una de las clases, que un fotógrafo estadounidense, que recorría el país con la intención de documentar sus paisajes, los capturó para la posteridad. Entre el seminarista y la adolescente surgió una complicidad veraniega al tiempo que en la mente de la chiquilla terminó asentándose una contundente infatuación. Por las tardes ella le recitaba torpe, versos del poemario que su abuela le obsequió antes de morir. Él la escuchaba atento y al terminar, la premiaba con una bendición y un beso casto en la frente. Para Florencia ese fue su paraíso en medio del infierno de la guerra que sonaba sobre el horizonte.
Una mañana Florencia no amaneció en su habitación. La buscaron por toda la casa grande y en sus alrededores sin éxito. Cerca de las nueve de la mañana, la chamaca apareció por su propio pie cerca de las caballerizas, desaliñada y con sangre entre las piernas. Ciego de cólera, su padre mandó llamar a todos los trabajadores en busca de una explicación. Todo el día hubo careos, acusaciones y amenazas. Fue hasta el día el siguiente, que alguien notó la ausencia del seminarista. Nunca más se supo de él. Al volverse evidente la indiscreción que crecía en su vientre, Florencia se refugió en su mundo de ilusión. Pasaba sus días recitando los poemas que su abuela le enseñó, siempre con una sonrisa beata y bailaba sin fin, al ritmo de su amante ausente. Esos fueron sus últimos días de felicidad.
Nadie supo exactamente qué pasó después: algunos rumores aseguraban que su propio padre provocó el aborto al ordenar constantes infusiones de ruda; otros insistían que, al nacer, el bebé fue abandonado a las puertas de un convento e incluso, se popularizó la idea de que el producto de aquella relación prohibida nació con cola de cerdo y patas de chivo. La verdad comprobable fue que su padre terminó por enviar a su vergüenza a vivir bajo la tutela de Amparo Gómez, en Autlán de Navarra. Llegó acompañada de su adorado baúl de latón. En su interior transportaba a manera de contrabando, el ropón bautismal que alguna de sus primas le regaló en un arrebato de compasión y un puño de fotografías maltrechas como evidencia única de su relación con el seminarista.
Días después del incidente, Josefina le reiteró a su hermana lo que Amparo le sugirió en otro momento: era tiempo de hacer vida en otro lugar. Florencia y sus hijas terminaron en Ensenada, donde se establecieron de manera permanente tras vivir unos meses con uno de sus primos. En algún lugar entre Sonoyta y el puerto, el baúl de latón se extravió. Florencia no dio muestra alguna de consternación. Al ser abierto por manos ajenas, toda la nostalgia y el poder de sus memorias se evaporaron como agua en el desierto. Cargó con él por la inercia de la costumbre, pero al perderlo, le fue imposible sentir algo, pues su historia de amor se había evaporado también.  
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