En el momento en que empezó a llover, supe que sería un día como ningún otro. Lo que no esperé fue que todo cambiara así. Al salir de casa, vi a Javier desnudo, corriendo como alma que lleva el Diablo, gritando todo tipo de incoherencias y a su madre detrás de él advirtiéndole que se lastimaría si seguía con sus cosas. Javier se detuvo a media calle y comenzó a carcajearse al saberse libre después de tanto tiempo encerrado. Brincaba emocionado y con sus manos intentaba capturar cada gota que caía del cielo. Al notar mi presencia, Ernestina me rogó ayuda para detenerlo, pero de momento no supe qué hacer. Entonces Javier comenzó a gritar “¡Ya voy! ¡Ya voy de regreso!” y como si la hubiera invocado, la lluvia de repente se convirtió en tormenta.
Javier era pescador. Trabajaba en una pequeña embarcación en la costa norte de Punta Banda capturando crinuda y macarela. Seis meses atrás su unidad había naufragado cuando regresaban al puerto y fue el único de su tripulación que no pudieron localizar. No faltó quien comenzara el rumor de que su cuerpo se había perdido en la mismísima cueva de la Bufadora y que por las tardes se alcanzaban a escuchar sus gritos junto a la “ballena atrapada” en su interior. Su madre, desconsolada, nunca perdió la esperanza de que algún día lo encontrarían y se encargó de mantener su cuarto tal y como lo había dejado; un mausoleo congelado en el tiempo en honor a su hijo perdido en el mar.
Javier apareció en la playa del Estero Beach cinco meses después, intacto, pero con la mente revuelta y con una incontenible obsesión por el agua. “Se la pasa todo el día en el baño”, le contó Ernestina a mi madre. “Todo el día quiere estar pegado al agua, diciendo que se va a secar si no se baña. Ahí me ves peleándome con los de la CESPE porque me quieren volver a cobrar por el consumo”. Cuando la situación se volvió imposible, Ernestina lo encerró con candado en su cuarto, haciéndole llegar lo necesario por una rendija que serruchó en la puerta, tratando a su propio hijo como a un reo. Entonces la temporada de lluvias dio inicio y todo se fue al carajo.
Cuando comenzó a llover Javier perdió todo rastro de humanidad. Comenzó a aullar como animal y a gruñir órdenes exigiendo que lo dejaran salir. Pudimos escuchar desde nuestra cocina cómo destrozó su recámara en medio de gritos, maldiciones y más aullidos. En los raros momentos de lucidez, repetía que “tenía que regresar”; que por favor lo dejaran volver porque así lo había prometido. Por las noches los lamentos se volvían insoportables. Los días que no llovía todo parecía regresar a la normalidad, salvo por los constantes sollozos de cachorro abandonado que ambientaban el patio. Para entonces ya había dejado de comer y Ernestina le impedía bañarse.
Desconozco los detalles, pero obviamente Javier encontró la manera de escapar de su habitación y ahora me encuentro empapado hasta la médula, bajo una lluvia torrencial e intentando hacerlo entrar en razón para que regrese a su casa. En medio de los berridos desesperados de Ernestina, trato de calmarlo exponiendo las palmas de mis manos para que vea que no corre peligro, pero me ignora. Sigue brincando y carcajeándose, absorto con la lluvia y repite su mantra de “¡Ya voy!”, ajeno a todo lo humano que lo rodea. Enfadado, congelándome y con la paciencia a punto de evaporarse, lo sujeto de los hombros y le grito a la cara:
—¡Hey! ¡Ya basta! ¡Deja de comportarte como un chingado escuincle!
Javier se detiene en seco y me mira por fin. Entonces, con una sonrisa beata, responde:
—Ya me voy.
Intento responder enérgico pero mi voz se me atora en la garganta al ver cómo Javier comienza a transparentarse. En un instante que me parece eterno, su cuerpo se vuelve líquido y se disuelve en un charco de agua a mis pies y yo me quedo con los brazos extendidos sujetando las gotas que atraviesan mis manos y que terminan uniéndose a Javier en el piso enlodado. A mi lado, Ernestina cae de rodillas gritando el nombre de su hijo que ha perdido una vez más a los caprichos del agua.