La luz destierra la protección de la oscuridad y Daniela busca con la mirada a la mujer con la que ha viajado estos últimos días. En su lugar yace su mano gangrenada y el ramito de claveles marchitos que siembre portaba en su cabello. El resto de su grupo también ha desaparecido. Afuera, pasos sigilosos ascienden las escaleras en su dirección. En silencio, gatea hacía la habitación contigua buscando refugio en el closet. Un grito y el primer disparo. Entonces una voz que ladra órdenes seguidas por ráfagas de balas interminables que invaden el alba. Un hilo candente de luz se dibuja entre el espacio de las puertas del closet y Daniela esconde su mirada entre sus brazos. Si tan solo pudiera darse el lujo de gritar también…
En su memoria la luz lo define todo: la luz que apareció en el cielo esa noche en la que todo cambió. Por un instante eterno, el universo conocido fue iluminado en una instantánea tajante y al regresar la oscuridad, todo se había ido al carajo. ¿Un ataque nuclear? ¿Tal vez un asteroide que había escapado de la detección de los astrónomos? ¿Jesús que regresaba por sus pacientes seguidores? La única certeza después de la Luz fue el caos: desconocidos atacándose sin provocación en la calle, la ciencia y la tecnología que permitían la vida contemporánea se detuvo en seco y al final de esa primera noche, Ellos comenzaron a regresar. De las entrañas de los automóviles accidentados, de los hospitales, de las morgues y de los panteones. Todo lo que daba vida a la civilización había muerto de repente y todo lo que había sido relegado a la memoria colectiva de la sociedad había regresado.
La prioridad de Daniela fue la de reunirse y proteger a sus padres. El viaje a su vieja casa que antes le hubiera tomado un par de horas, le tomó tres días; el último de los cuales, tuvo que ser a pie. Al llegar los encontró en su habitación, acostados en su cama y con un tiro de bala en sus cabezas. Para Daniela ese fue el momento decisivo: todo lo que había presenciado esos tres días la habían llevado al límite. Arrodillada al lado de la cama, con la mirada turbia por las lágrimas y tras forcejear con la garra inerte de su padre, tomó el arma y la llevó a su sien. Jaló el gatillo y como respuesta, el clic solitario del martillo y el silencio sepulcral. Una vez más. Y otra. Abrió la cámara del revolver y confirmó que todas las balas habían sido usadas. Entonces volvió la mirada al suelo de la habitación y descubrió una alfombra de casquillos quemados, vidrios rotos y la ventana sellada con maderas ensangrentadas. Sus padres también habían llegado al límite tras enfrentar lo que esta nueva realidad les había escupido esos últimos días.
Se dirigió al baño buscando los medicamentos de sus padres para terminar con su pesadilla, pero en eso también se habían adelantado. Se llevó las manos al rostro intentando contener las lágrimas, pensando furiosa qué hacer. Intentó calmarse respirando profundo y fue entonces que el peso de la realidad le aplastó el estómago y la llevó a vomitar todo el miedo y soledad que la estaban aprisionado. Al incorporarse intentó lavarse la cara, pero el grifo solo tosió aire. Volvió la mirada hacía el espejo y vio tres días de insomnio, hambre y una tristeza que hundía sus mejillas y quemaba sus entrañas. Asqueada una vez más, soltó un puñetazo fulminante quebrando su imagen en cientos de miserias que cayeron al piso blanco cubierto con bilis, orines y sangre. Derrotada, se dejó tumbar al lado de la taza una vez más y al ver los cientos de reflejos en el piso, en su mente se vislumbró su camino a seguir. Tomó el reflejo más grande que encontró y lo llevó a su muñeca. Comenzó a llorar. Temblorosa y con la mente iracunda, colocó la punta del reflejo sobre el pulso, pero se detuvo ante el pecado que estaba a punto de cometer: ¿La situación extrema lo justificaba? ¿Su padre habría tenido la misma duda al descargar su desesperación sobre su cabeza? ¿Justificaría Dios el sacrificio de su madre? Exhausta, cerró los ojos al fin y por primera vez en tres días, se entregó a la certeza de la oscuridad.
Daniela abrió los ojos al día siguiente encandilada por la luz que entraba por la ventana del baño y con un frío infinito en sus huesos que nunca la abandonaría. Permaneció tumbada, perdida en los reflejos que rebotaban del piso hacía el techo que lo pintaba como estrellas en una noche en el desierto. El silencio matutino solo era interrumpido por el cantar esporádico de los pájaros en el jardín y por un largo instante olvidó dónde estaba y por qué: su mente ya no era el enjambre de ideas amorfas, miedos y recriminaciones del día anterior. Al incorporarse vio su obra: todo quebrado; todo en desorden y sucio, como su nueva realidad. Al salir del baño, un instinto primario la llevó a su vieja habitación. Vio sus muñecas y los trofeos y en la pared, los posters de estrellas pop adolescentes. En el closet, encontró una cartera escolar y de su interior extrajo una foto arrugada de ella y sus padres en su día de graduación y la guardó en el bolsillo posterior del pantalón. Al regresar a la habitación de sus padres, descubrió a uno de Ellos abriéndose paso entre las entrañas de su madre. Buscó con la mirada algo con qué abatirlo, pero al reencontrarse con los cuerpos hinchados y grises de sus padres, desistió dirigiéndose lenta al umbral de su casa muerta. Salió al cuarto día que la Luz lo había cambiado todo.
Caminó sin dirección hasta encontrarse con la primera barricada que algunos vecinos habían erigido con autos, contenedores de basura y cuanto pudieron mover. Nerviosos y armados, no dudaron en responder con balazos en cuanto la vieron, a pesar de sus patéticos gestos de paz. Encontró refugio temporal en un callejón inundado con aguas negras y al confirmar el silencio de las armas, decidió esperar la noche; tal vez entonces podría moverse con relativa facilidad. A partir de ese momento, la cotidianeidad de Daniela consistió en caminatas furtivas nocturnas, buscando refugio en lugares abandonados durante el día. Era durante el transcurso de estos, cuando grupos paramilitares buscaban a aquellos que habían regresado y se encargaban de terminar con su segunda vida. En algunos lugares de la ciudad las ejecuciones se volvieron espectáculo multitudinario: en plazas públicas, se erigían horcas y paredones donde Ellos eran exhibidos, humillados y exterminados. El celo de las hordas enardecidas convenció a Daniela que el semblante de la normalidad no regresaría jamás.
Poco a poco comenzó a encontrarse con otros en su misma situación: seres perdidos que se sabían excluidos de la nueva realidad. Poco a poco se fueron sumando, (siempre en silencio, pues ¿qué podían decir, aun si pudieran, sabiendo que cualquier sonido los podía delatar?) y poco a poco se fueron acercando a los límites artificiales de la ciudad. La mujer de las flores en el cabello se sumó casi al final. Caminaba más lento que los demás por su avanzada edad y tenía unos de sus brazos inútil e infectado. Daniela se dio a la tarea de recolectar flores de los jardines por los que pasaban: una hortensia de aquí, un clavel de allá y adornaba su cabello cada amanecer. Durante algunos descansos, Daniela le enseñaba la foto de ella y sus padres, pero la mujer solo mostraba interés en las flores. Al poco tiempo incluso la idea de sus padres dejó de ser puntual. En su mente, su único recuerdo permanente fue la Luz.
Esa madrugada Daniela notó que la mujer de las flores comenzó a atrasarse más de lo usual y decidió llevarla a uno de los departamentos del vecindario que cruzaban. Algunos de los miembros del grupo siguieron lentos sin prestar atención perdiéndose en la penumbra. Al colocar la mano en su hombro para guiarla, la mujer comenzó a gesticular violenta y a producir sonidos guturales desesperados. Sabiendo el riesgo de atraer la atención, logró forzarla junto con los miembros restantes del grupo hacia el segundo piso donde aguardarían el día. Allí la sujetaron entre todos hasta que se calmó; no era la primera vez que lo hacían. Los otros se aposentaron lentos en distintos lugares del departamento mientras Daniela se quedó acariciando el cabello de la mujer intentando consolarla. Entonces vio la mano que se le había desprendido durante el forcejeo en el piso y sin darle mayor importancia, la colocó sobre el regazo de la mujer que se mecía rítmicamente en su lugar. Daniela decidió mostrarle la foto de ella y sus padres, pero descubrió que la había perdido. En vez de entrar en pánico o recriminarse, decidió tumbarse sobre el piso adusto y descansar cerrando los ojos y aunque sabe que es inútil, intenta dormir inquieta hasta que escucha los murmullos de pasos en las escaleras y el sonido de automóviles que arriban ruidosos y el cortar de cartuchos y la luz que de repente entra por la ventana; ¡oh, Dios! la LUZ…
Aunque sabe que le es imposible gritar, Daniela mantiene sus manos firmes sobre la boca; por un momento se alegra por no poder llorar más. Los pasos han entrado al departamento y la buscan. Se pregunta si la mujer y los otros se habrán puesto a salvo. Intenta recordar su rostro, pero al igual que los de sus padres, se ha evaporado de su mente. Los pasos se encuentran ya dentro de la habitación. Se detienen frente al closet y bloquean la luz que entra por la ventana, oscureciendo el closet una vez más. Silencio. Entonces las puertas se abren violentas y una figura se yergue frente a ella, iluminada por la luz que lo arropa del exterior. La figura es rodeada por un halo cegador proyectando una sensación celestial. Al descubrirse expuesta, Daniela extiende sus brazos instintivamente hacía la figura, buscando defenderse.
—¡Vaya, vaya! —murmura un hombre joven, vestido con ropa paramilitar y un collar con lo que parecen ser orejas humanas—. ¿Qué tenemos aquí?
Precavido, el joven coloca el cañón de su rifle de asalto sobre las cicatrices que recorren paralelas las muñecas de Daniela.
—Veo que intentaste hacer mi trabajo antes que yo, ¿eh?
Daniela intenta responder, pero su boca solo eructa un lamento patético, inhumano desde esa noche en el baño de sus padres.
El joven se hinca lentamente y se acerca, inmune al hedor putrefacto que inunda la habitación.
—Dios te rechazó, ¿no es así? Cuando te vio, supo de inmediato el pecado mortal que cometiste y te mandó de regreso para que hombres de fe como yo te dieran el castigo que mereces.
Daniela solo acierta a bajar la mirada rumiando su lamento inútil y por un instante los ojos del joven dan paso a la compasión.
—Me pregunto si habrás aprendido de tu error…
—¡Deja de jugar con el talento! —Responde una voz altanera en la habitación contigua—. Ya tenemos suficiente carne para el siguiente show. ¡Apúrate!
El joven vuelve la vista y se posa en la mirada lechosa de Daniela. Lleva lentamente su mano hacía su mejilla y apenas la acaricia. Daniela responde inclinando su cabeza sobre sus dedos que le transfieren un recuerdo de calor que su cuerpo se había encargado de olvidar. Entonces se incorpora una vez más y coloca el cañón del rifle sobre su frente.
—Espero que Dios te dé una segunda oportunidad...
El disparo retumba por todo el edificio, seguido por el murmullo flácido del cuerpo de Daniela al regresar al piso por última vez. Sus ojos, aun abiertos, reflejan la luz que entra por la ventana y por un momento parecen producir una última lágrima que nunca llega a salir.