Hubo un momento en que realmente pensé que todo sería diferente; que por alguna razón esta inexorable sucesión de eventos me llevarían por otra senda, apartada de la historia que tan bien he llegado a conocer. Por momentos me veo tomando una decisión distinta; un pensamiento, una idea que me arrastra lejos de aquí; un momento inconcluso que me ve cruzando la calle justo en el momento en que un auto no se detiene… Tantas variables que sin embargo, me llevan una y otra vez hasta aquí…
*
En la calle los conductores han perdido todo rastro de paciencia y han comenzado la sinfonía de cláxones. El perro callejero se encuentra acorralado en medio de una cacofonía de mentadas de madre y amenazas, imposibilitado para huir debido a su pata quebrada. Derrotado, ni siquiera intenta esquivar las llantas que prometen terminar con su incipiente vida; lo único que acierta es a olfatearse la extremidad inservible y a menear instintivamente la cola. Por momentos vuelve la mirada hacia alguno de los conductores que le insultan, como entendiendo tal vez, alguna palabra de aliento.
—¡Alguien debería de hacer algo! ¡Pobrecito! —Berta. Ambas manos sobre su boca, conteniendo apenas el llanto—. ¿Por qué alguien no hace algo?
—¿Crees que alguien se va a meter en medio del mar de carros por un pinche perro callejero? —Arturo. Una taza con café negro en su mano. Él fue quien nos avisó del incidente—. A éste ya se lo cargó la chingada…
—Qué hueva —Yo, esperando impaciente a que el día termine.
—¡Pobrecito! ¡Mira cómo mueve su cola! ¡Ay no! ¡Yo no me voy a quedar a ver cómo nadie hace nada!
Berta desaparece ante nuestro evidente desinterés humanitario, dejándonos como únicos testigos frente a la sucia ventana del tercer piso donde trabajamos como arquitectos. Arturo y yo nos sumergimos entonces en el silencio, esperando con un dejo de desidia el patético desenlace. Por fin, cansado, más por la jornada de trabajo que por el espectáculo, dirijo mi vista hacia el mediodía y noto que el sol inclemente que azota la ciudad va a durar más que la vida del perro; largas horas aún para que mi día termine por fin.
Entonces Arturo me señala divertido a Berta corriendo en medio del torrente de autos, dirigiéndose hacia donde se encuentra el perro. Con una habilidad inesperada para alguien de su complexión, Berta logra esquivar un par de golpes que bien pudieron ser de graves consecuencias. Al llegar, se arrodilla frente al perro con la obvia intención de tomarlo entre sus brazos, pero al acercarse el maldito animal comienza a ladrar y a amenazarla con una expresión rabiosa. El pinche perro saca de la nada, su más primitivo instinto de supervivencia y vocifera una desesperada advertencia hacia su potencial salvadora.
Sorprendida, Berta se detiene en seco, ignorando qué hacer. Los autos más próximos a la escena ya se han detenido, pero la sinfonía de todos los cláxones del mundo aumenta de manera desproporcionada. Por su parte, Berta intenta en varias ocasiones acercarse al perro, pero es en vano; el animal no se lo permite. Finalmente, al borde de la desesperación, Berta se despoja de su saco y con cautela cubre al perro, que para sorpresa de todos, se calma casi de inmediato. Con una sonrisa victoriosa, Berta se abre camino por entre los autos parados, mientras que la pequeña multitud que se ha congregado sobre la acera vitorea a la extasiada rescatista.
—¡Mira la pinche vieja! ¿Quién lo diría, eh? —Arturo, observándome de manera triunfal; como si hubiera sido él quien arriesgó su vida allá abajo.
Entonces un grito.
Uno más y después otro. El primero fue de Berta, lo sé. Es ese grito de terror que tan bien hemos llegado a conocer Arturo y yo; ese grito corto, condensado, que sale de su abultada garganta cuando Arturo le juega alguna de sus bromas pesadas. Un grito que corta de tajo el día ocre en mil pedazos, imposible de armar una vez más.
Berta se encuentra tumbada sobre el asfalto a un metro de la acera, en medio de un Jetta y un Chevy. Se encuentra boca arriba, intentando sacudirse un dolor primitivo. Al principio pensamos que alguno de los conductores la ha arrollado, impaciente por seguir su camino hacia alguna parte. Sin embargo, todos los autos a su alrededor se encuentran inmóviles; nadie se ha movido de su posición. Entonces vemos el saco de Berta sobre su rostro, agitándose violentamente. Sus bofas manos intentan alejarlo de sí, pero sólo logra gesticular al aire, impotente ante la furia de su atacante. Una sacudida más y descubrimos al perro herido, atacando sin piedad a Berta.
Con su hocico, el animal se ha abierto camino por entre las carnes flojas del cuello de su salvadora. Una explosión carmesí salpica el rostro de ambos protagonistas y los gritos cada vez más ahogados de Berta terminan por perderse entre los pitidos y mentadas de madre de los conductores que ignoran lo que está ocurriendo.
Arturo: nomames…
Un par de hombres que se encontraban entre los espectadores se dirigen hacía donde está Berta y tomando al perro de las patas traseras, intentan separarlos. A pesar de ser sujeto por una de las patas rotas, el animal se aferra a Berta, quien ha dejado de luchar. Una patada al estómago del animal. Gritos. Golpes sobre el cuerpo del atacante. Más gritos. Un policía se acerca y al darse cuenta de la situación, inicia una coreografía certera de macanazos sobre el perro. Finalmente, un golpe a la cabeza, flácida ya, que se lleva entre dientes un pedazo de la papada de Berta. Preguntas al aire (“¿Señora?” “¿Se encuentra bien?” “¿Puede escucharme?” “¿Qué pasó?”). Gritos de atención sobre el cuerpo inerte de Berta… Sus manos se encuentran sobre su pecho, temblando sin control, mientras que una red de manos ajenas intenta detener el torrente que emana de su cuello y que ha formado una pequeño charco a su alrededor. Desde aquí la sangre se ve negra, más aún que el asfalto donde ahora yace la dulce Berta…
*
Arturo me habla desde el hospital. Berta se encuentra en cuidados intensivos. Ha perdido mucha sangre, pero creen que se va a recuperar.
(—No chingues, ¿para qué salió? Pinche perro de la chingada… —Arturo, palabras temblorosas por la impotencia y el coraje—. Si la pinche morra se hubiera quedado donde estaba…)
Estoy solo en el despacho, observando el ocaso inminente postrarse sobre la ciudad. Mi último cigarrillo. Trato de no pensar en Berta. (“¿para qué salió?”). Me siento terriblemente cansado… ¿Para qué chingados salió?
—No les hagas caso, Daniel —Berta, a la entrada de la oficina—. Cuando te los encuentres, no les hagas caso.
Su voz es suave y confidente, como lo es siempre que nos quedamos tarde a trabajar y aprovechamos para platicar de todos y de todo y en las que se convierte sin querer, en mi hermana mayor. Por alguna razón su presencia no me incomoda. Vuelvo mi silla hacia la puerta para enfrentarla, dispuesto a continuar nuestra plática.
—¿A quiénes no le hago caso? —Yo, más interesado en la críptica advertencia que en su presencia misma.
—Si me hubiera quedado aquí, con ustedes… —Berta, con la mirada distante que se reserva para hablar de las cosas verdaderamente tristes
—¿Si te hubieras quedado? No tengo idea de qué me estás —Yo, comenzando a notar que esto no está bien—. Berta, ¿qué pasó?
—No los sigas, Daniel; no les hagas caso… mejor quédate aquí conmigo, ¿sí? —Berta, extendiendo su mano hacia mí, su cuerpo perdido en la sombra del despacho apagado.
—eh… —Yo, volviendo poco a poco de un estupor ausente e incorporándome lentamente de la silla—. Berta, tu estabas en… el perro te atacó…
—Prométeme que no los vas a seguir, Daniel —Berta, con una expresión suplicante, nueva para mí—. ¿Sí? ¿Te vas a quedar conmigo?
—No tengo idea de qué me estás hablando —Yo, en medio de la oficina, sintiendo miedo por primera vez—. Tú estabas en el hospital; acabo de hablar con Arturo por teléfono… me acaba de decir que tú…
La tenue luz del ocaso ilumina una lágrima solitaria sobre su mejilla; su porte se ha vuelto irreconocible. Vuelve su mirada al piso.
—Si me hubiera quedado… —Berta, saliendo de la oficina.
—¿Berta? —Yo, dirigiéndome hacia el pasillo.
Al llegar a la puerta, la veo doblar hacia las escaleras. Vuelve su vista hacia mí una vez más y lo único que puedo hacer entonces es ver cómo se pierde en las sombras de las escaleras…
Mil ideas se aglutinan en mi mente. Vuelvo corriendo al interior del despacho, buscando el teléfono. Recuerdo historias: historias de espíritus que te visitan cuando su cuerpo ha muerto en otra parte, lejos, muy lejos de ti… Mi madre contó por años cómo mi abuelo la fue a visitar horas después de su muerte, a mil doscientos kilómetros de distancia. Marco el número de Arturo.
—De seguro fue mi imaginación —Yo, esperando ansioso la voz de Arturo en la línea—. Debe ser el estrés…
—¿Sí? —Arturo, sombrío.
—¿Arturo? ¿Estás en el hospital? —Yo, caminando en círculos.
—Sí, aquí estoy, ¿por qué? ¿Qué pasó?
—¿Has sabido algo de Berta?
—Justo estaba con ella; me tuve que salir de la habitación para contestarte, ¿por qué?
—¿Está bien?
—Pues bien, dentro de lo que cabe; la morra está toda sedada y le tuvieron que inyectar toda clase de madres para la rabia y no sé qué tanta mamada… ¿Por qué? ¿Qué Pasó?
—No, nada… no pasa nada; eh, lo que pasa es que ya voy de salida y quería saber si había alguna novedad…
—Los doctores dicen que se va a poner bien; hasta ahorita todo pinta bien… Mañana van a ver cómo va a estar todo el pedo con la cirugía reconstructiva. ¿Vas a venir a verla?
—Mañana.
—Ok.
—Bueno, te veo mañana entonces…
—Ok. Bye.
—Adiós…
*
Cuando la tarde es remplazada por la noche, hay un momento en que el frío es más intenso; es el remanente de una secuencia de estados emocionales que culminan los días en la gran ciudad. De repente, la noche anuncia su arribo y de manera contundente nos da a entender que nada es seguro, sólo la soledad del ocaso. Como preámbulo, hay un momento, en medio del cielo gris, en que todo se despeja y la realidad que nos rodea se vuelve prístina; las estructuras que dan forma a la ciudad se vuelven seres vivos que te observan y te juzgan: te saben inferior a ellos. La ciudad es un inmenso organismo que respira y se convulsiona con los flujos de actividad interna; millones de seres que han convertido la simbiosis estructura/función en su modus vivendi. Nada vive fuera de esta relación; nosotros somos la ciudad y la ciudad somos nosotros…
*
Los baches y los topes impiden que me pierda en el sueño que tanto añoro. El microbusero repite en el estéreo una pieza que habla de un secuestro de amor ante la entonada complaciente de los pasajeros. La única queja viene de la parte trasera del microbús. Alguien que debió bajarse dos cuadras atrás. Una mujer mayor observa alternativamente mi portafolio y mi rostro. Incómodo, por un momento considero la opción de darle la espalda, pero algo fuera del microbús llama mi atención: una mujer con un parecido extraordinario a Berta se encuentra sobre una esquina pobremente iluminada. Incluso viste igual que Berta, con un saco enorme y una holgada falda floreada. Sus mismos lentes y su mismo peinado. Observa pasiva el microbús antes de que éste y nosotros nos perdamos en los baches y los topes de la calle poco transitada.
Inútilmente, acerco mi rostro a la ventana para comprobar su parecido inusual, pero la esquina se encuentra ya fuera del alcance de mi vista. Al volver mi atención al interior del microbús, la mujer mayor sigue observándonos a mí y a mi portafolio viejo. Al descubrirse observada, sonríe de manera infantil, descubriendo sus encías desnudas.
*
Abandono el microbús en la esquina del parque que se encuentra a un par de cuadras de mi departamento. Reflejos amarillentos serpentean sobre las bancas vacías. El rumor de sus árboles aboveda la podredumbre de sus fuentes rotas y pastos marchitos. Sus últimos adornos son los vagos que lo han adoptado como refugio nocturno. Un pedazo de olvido gradual en medio de la ciudad.
A pesar del lamento decrépito de sus caminos adustos, disfruto caminar por el viejo parque. Caminata ritual desde que me instalé en la zona años atrás. Aun en las pésimas condiciones en las que se encuentra, siempre he encontrado un dejo de paz tras los días largos y apáticos de trabajo. Los vecinos aun lo utilizan para pasar un rato compartiendo el último chisme vespertino. Antes de que el sol abandone por completo el día, jugadores de ajedrez se baten en cruentas batallas en las mesas patrocinadas por el municipio desde principios de los años cincuenta. Diferentes administraciones, los mismos jugadores que envejecen a la par del pasto desatendido…
Un par de viejos aun se enfrascan en su última partida, subordinada a la luz que el ocaso les roba sin misericordia. Su concentración es total. Sus movimientos, expertos y definitivos. Mastican frases inaudibles de guerra con cada una de sus posiciones. Saben que se encuentran cerca del final: el rey blanco, en jaque casi al centro del tablero (Kd4), la reina del bando opuesto a tan sólo un movimiento horizontal de dar el golpe mortal (Qb4). El rey negro se aproxima descarado (Ke4), frenado tan sólo por la torre en d1. La reina blanca hace su movimiento (Qg6), propiciando una estratégica retirada del monarca (Kf3). La reina lo sigue rabiosa y él la vuelve a esquivar amenazando a la torre que hace tan sólo unos instantes le impidió su ataque final (Ke2). La reina se sabe vencida. Su último acto desafiante, tan sólo agradeció por el remanente de orgullo (Qd3), interponiéndose entre los asesinos de su monarca: Jaque y Mate.
El viejo general blanco susurra una letanía de mentadas dirigidas sin duda, a sí mismo y su derrotado ejército. Su oponente sonríe complacido, vitoreado efusivamente por sus espectadores. Una brevísima ronda de aplausos y palpadas en el hombro del vencedor; comentarios de aliento al perdedor que ahora ríe resignado.
—¡Así se hace compadre! —El viejo de chamarra azul que se encuentra a mi derecha.
—¡Se la dejó ir hasta adentro, mi buen! —Un hombre moreno con gorra de camionero que se encuentra detrás del perdedor.
—¡Jaque Y Mate! —Yo, con entusiasmo infantil.
Silencio. Me descubro observado por el grupo de viejos. De repente me siento intruso, como si con mi comentario hubiese abusado de mi estatus como espectador. Intento salir del paso sonriendo tímidamente. Los hombres han cambiado de posición para enfrentarme. Me ven con una curiosidad cautelosa, bordando en la paranoia. Uno de ellos desaprueba levemente con la cabeza reprobando mi presencia.
—Jaque Y Mate —Una voz detrás de mí, agregando un énfasis en la “Y” que me parece teatral, casi irrespetuoso.
Me vuelvo y caigo en cuenta del motivo real de la incertidumbre de los jugadores: un indigente con la sonrisa de los locos en sus labios.
—Jaque Y Mate —repite, ahora decididamente burlón—. Blanco Y negro, día Y noche; vida Y muerte…
Se vuelve gesticulando teatralmente y emprende su retirada. Lo hace lentamente: cojea de una de sus piernas y parece sufrir espasmos provocados por algún dolor en su brazo izquierdo. Hay algo en su lenguaje corporal que me incomoda.
—UNA vuelta MAS y regresas a DONDE el principio TE esperaaa… —El indigente regresando al vientre de la oscuridad que ahora envuelve con su manto el parque semi desierto.
—¡Pinches vagos! —El hombre de la chamarra azul.
—Deberían de hacer algo. No gana uno para disgustos con estos cabrones —El reciente ganador de la partida—. Se me pone la carne de gallina nomás los veo…
Volteo hacia los jugadores que comienzan a fijar su atención a la mesa de juego. El derrotado ha comenzado a guardar las piezas en una caja de madera. Los otros esperan a que termine con su tarea y entonces deciden retirarse. Lo hacen juntos, en una misma dirección. Pienso que tal vez sea el efecto de la noche que parece haber caído de súbito, pero su espíritu colectivo se ha vuelto sombrío, casi lúgubre. Caminan en silencio y en una manada compacta hacia las luces del condominio a la vuelta de la esquina. A lo lejos el rítmico sinsentido del indigente termina por perderse en la oscuridad junto con el remanente del día…
Reanudo mi camino en medio del silencio del parque. La noche es fresca y estrellada, con parches aborregados de neblina bañados por la luz de la luna; ajusto mi saco. El metal oxidado de una banca aun refleja mediocre las luces distantes del alambrado público. El tenue sonido de mis pasos flanquea mis pensamientos que vuelven a Berta. La pregunta de Arturo hace eco en mi mente como un mantra morboso: ¿para qué salió? ¿Y qué diablos significa “No los sigas”? O mejor dicho: ¿Qué quiso decir mi inconsciente con eso? Porque mi “conversación” con Berta no pudo haber sido más que producto de mi subconsciente. Berta se encuentra hospitalizada gracias a un infeliz animal que no supo agradecer tal vez el único acto de caridad que tuvo en su vida. Fue mi mente cansada por el estrés provocado por ver a mi amiga bañada en su propia sangre, siendo cargada a una ambulancia. Es mi sentimiento de culpa por no haber salido con ella a rescatar al puto perro…
Al llegar al quiosco central, un par de palomas alzan el vuelo escandalosas, rompiendo con el hasta ahora manto silencioso del parque. Huyen cuando se percatan de mi presencia y abandonan su tarea pepenadora en un bote de basura que se desborda. Las ratas no deben tardar en llegar… En eso y como sintiéndose aludida, una paloma aterriza frente a mí. Es inmensa, del tamaño de un gato y con el plumaje más blanco que he visto en mi vida. Comienza a caminar en círculos, impulsando su cabeza en un cómico vaivén. Da un par de vueltas y se detiene enfrentándome. Paso a su lado cansado, ansiando cada vez más llegar a casa. La paloma me sigue con su mirada. Me descubro a mi vez, siguiendo el arco de su visión pero al llegar a donde se encuentra, mi vista sigue de largo hasta posarse en la banca donde lo veo por primera vez.
Se encuentra recostado sobre la banca que hace unos instantes estaba vacía. Su cabeza se encuentra inclinada, reposando sobre su pecho que sube y baja arrítmicamente con su respirar inquieto. Su cabello, largo y descuidado cubre su mirada; parece dormir. Sus manos se encuentran dentro de las bolsas de su saco sucio y roído. Un portafolio viejo yace a su lado; uno de sus seguros se ha desprendido. El portafolio es igual al que uso diario y por instinto sujeto el cinturón con el que cruza mi pecho. Un discreto olor a basura ha inundado el ambiente.
Por un instante pienso que es el mismo indigente que molestó a los jugadores allá atrás, pero de inmediato rectifico: éste es más joven aunque ambos visten ropa en extremo similar. Por un largo momento lo observo como esperando alguna señal de vida. De repente su mano izquierda vuelve a la vida y hace un movimiento frenético sobre su cabeza, como si estuviera espantándose las moscas. Gesticula un momento sin control aparente y entonces, como si nada, se detiene; su mano aun sobre su cabeza. Entonces su mano resume lentamente el camino a su posición original. Sigo como hipnotizado su camino hacia la bolsa de su saco pero al llegar a la altura de sus labios veo que estos se mueven sin cesar. Su dedo índice se detiene sobre ellos e indicando silencio detiene su murmullo. Su cuerpo comienza a vibrar sin control y algo en mí se cuestiona la ética de preguntar si se encuentra bien. Doy un paso hacia el hombre cuando escucho que ríe.
—Los peones siempre siguen a su monarca, aun si son ellos los que parten primero —Él, interrumpiendo de tajo su carcajada silenciosa. Su voz es aguda y punzante, como la fricción de metales.
Mi primer impulso es preguntar un confuso "¿qué?" pero la parálisis que me provocó la sorpresa de escucharlo hablar me impide reaccionar en lo absoluto. Un golpe de adrenalina recorre mis entrañas y siento el corazón en la garganta.
—La primera víctima de la guerra es la inocencia —Él, inclinando levemente su rostro en mi dirección—. Y la inocencia, una vez perdida…
Comienza otra vez su carcajada silenciosa, evidentemente divertido. Decido seguir mi camino.
Siento el leve temblor que acompaña a la adrenalina recorriendo mi cuerpo entero. Un hormigueo punzante invade mis sienes y me escucho mentándole la madre al indigente. Camino de prisa, con la cabeza baja, mientras siento cómo el frío y la neblina se intensifican. Intento concentrarme en mis pasos, tratando de pasar el trago amargo del susto. En mi mente repaso fórmulas, ecuaciones y algoritmos; un estilo corintio para las columnas de la fachada de la casa Domínguez; un rey blanco en jaque por la reina negra… El saco que portaba el indigente de la banca es el mismo que el de el que estaba en el juego de ajedrez… Sé que son dos hombres distintos, pero los dos usan el mismo saco. Y hay algo en su lenguaje corporal que me inquieta. ¿Por qué me inquieta?
Una neblina súbita ha terminado de opacar la luz de la luna y el ámbar decrépito del alumbrado revela el quiosco central como en una vieja fotografía. Me detengo.
—¿No había pasado ya por aquí? —Yo, desconcertado. Mi voz apenas audible.
Un recipiente de comida para llevar cae al suelo. Volteo. Un par de palomas alzan el vuelo escandalosas espantadas por mi presencia… Abandonan el bote de basura que pepenaban y rompen con el silencio que ha envuelto el parque. Las ratas no deben tardar en…
—No —Yo, un murmullo húmedo por el terror que se desenvuelve en mi mente; un palpitar punzante en mis sienes—. No…
Bajo la vista tratando de pensar y recobrar un poco el sentido de lo que está ocurriendo. La mano con la que aprieto el cinturón de mi portafolio comienza a dolerme por el esfuerzo y mi respiración se vuelve frenética. Cierro los ojos tratando de calmarme. En mi mente veo la misma neblina que cubre el parque. Escucho el mismo murmullo del viento sobre las hojas de los árboles y tiemblo con el mismo frío. Vuelvo a la enumeración de fórmulas y cálculos; una fachada en estilo San Diego para la casa Duchamp… Entonces otro murmullo y una imagen en la escalinata del quiosco llama mi atención: Berta.
Me acerco sin moverme y trato de llamar su atención pero me ignora. Su mirada, perdida en sombras, se encuentra fija en el pasillo detrás de mí. Sigo su vista y la vuelvo a ver; pintada sobre su blusa un abismo de sangre seca; su cuello y su rostro, surcados por deltas provocados por el perro que intentó salvar. Llamo su nombre pero no hay sonido, tan sólo el murmullo provocado por el vaivén del aire. Me vuelvo otra vez hacía la primera Berta y comienzo a mover mis manos, cada vez más desesperado por llamar su atención, gritando en silencio su nombre sin resultado alguno. Finalmente y con la lentitud de los sueños, voltea a verme por fin y con una expresión de suma tristeza dice algo que no logro escuchar. Sigo tratando de entender lo que me dice pero cuando intenta hablar sólo logro escuchar el arrullo de una paloma. Intento cuestionarla pero el sonido es cada vez más intenso hasta que caigo en cuenta de que el sonido no lo provoca Berta.
Abro mis ojos. A mis pies la paloma blanca que me observa. Se encuentra quieta. No camina en círculos ni balancea la cabeza hacia enfrente y hacía atrás. Sólo me observa inclinando la cabeza hacia un lado, de la manera que lo hacen las aves; sus ojos dos canicas negras inescrutables. Vuelve a arrullar y como si nunca hubiera tenido algún interés en mí da la vuelta y se aleja, emprendiendo el vuelo sobre el quiosco central del parque. Con sus alas abre la cortina de neblina en dos, como telón de teatro y de en medio de su oscuridad, una figura hecha de sombras se acerca lentamente a mí.
La sombra poco a poco adquiere la forma del indigente que perturbó el juego de ajedrez. Se detiene a un metro de mí. Me observa con una mueca grotesca que muestra su dentadura fracturada, desprovista de forma y que adivino como sonrisa. Su brazo izquierdo tiembla sin cesar y trata con dificultad de mantenerlo cerca de su cuerpo. Con su brazo libre sujeta el cinturón del portafolio viejo y con uno de los seguros desprendido. Titubea rítmicamente. Pareciera rendirme culto con su patética danza de complacencia: su pierna izquierda apenas puede sostenerlo y lleva acabo movimientos nerviosos para mantener el equilibrio. Mueve su cadera tratando de mantenerse erguido, a la altura de mis ojos y produce sonidos chillantes, burlones, como risas distantes. El olor de la noche es abruptamente desplazado por el hedor de sus ropas, roídas y de colores perdidos en el tiempo.
Bajo la vista intentando ignorarlo. Mi segunda reacción es tratar de rodearlo para continuar mi camino. Esto parece sorprenderlo y parece perder momentáneamente el equilibrio. Conteniendo la respiración intento continuar mi andar, pero al pasar a su lado me sujeta del brazo con una fuerza que me parece descomunal. Desconcertado, furioso, vuelvo mi vista hacía sus ojos. En mi mente, vertiginosas imágenes me asaltan con una fuerza que me marea. Siento un vacío frío que recorre mis entrañas hasta llegar a mis pies y mi cabeza sigue su palpitar sin control. Comienzo a salivar.
El hombre se coloca frente a mí titubeante, dando pasos arrastrados y volviendo su olor corporal en un arma nauseabunda. Por un instante pienso que nos observamos mutuamente, pero entonces caigo en cuenta de su realidad: en el lugar de sus ojos, encuentro un par de cuevas interminables, que amenazan con arrastrarme hacia su fondo. En el lugar de sus ojos, el abismo denso de la locura.
—¡Hey! —Él, rabiando su fétido aliento en mi rostro. Su voz como la tiza sobre un viejo pizarrón y extrañamente, dolorosamente familiar—. ¿En verdad crees que podrás evitarme esta vez? ¿Crees que ésta vez será diferente?
—Estás pensando en la voz, ¿no es así? —Él, asomando tal vez, una sonrisa furtiva infinitesimal—. Hay veces que yo también pienso en ella; cómo puede cambiar tanto, ¿eh? Cómo puede transformarse en una garra sucia y pestilente, tan diferente a la que siempre has conocido…
Su mano aprieta mi brazo, a punto de arrancarlo de su lugar. Mi mente, un remolino de imágenes sin coherencia, sacudiendo mi cabeza arrítmicamente. Una leve mueca de dolor concentrada en la comisura de los labios. Gritaría, si no fuera por el miedo inconmensurable que me aborda ante lo que se encuentra frente a mí.
—¿Sabes cuánto tiempo he esperado esta vez, eh? —Él, a diez centímetros de mi rostro, la oscuridad de su mirada inexistente calando un agujero irreparable en mi alma—. Comenzaba a pensar que esta vez sería diferente; definitivo, incluso… La eterna incertidumbre de no saber que va a pasar ¿eh? —Él, ahora con mueca en sus labios convertida al fin, en sonrisa burlona—. Pero todo juego tiene su fin, incluso si se queda en tablas… —Él, su rostro cada vez cercano—. Sólo que esta vez es jaque, querido; jaque Y mate…
Algo en mí explota al ver el agujero en su mirada y desafiante y zafo mi brazo violentamente. Todo mi ser lucha por golpearlo hasta reducirlo a una pulpa sanguinolenta, pero lo único que atino a hacer es alejarme lentamente de él. No aparto la mirada de él; NO puedo apartar la mirada de las sombras que me observan burlonas (NO puede verme: No tiene con qué verme; sus ojos son tan sólo recuerdos huecos en su rostro.) Rendido, vuelvo entonces la mirada y comienzo a caminar en sentido contrario de él, rodeando el quiosco apresurado, dirigiéndome hacia las ocres luces que me llevarán a casa.
Esta vez no enumero fórmulas ni ecuaciones; no pienso en la renovación del proyecto Suárez ni en Berta. Las punzadas en las sienes han desaparecido dejando en su lugar una sensación de vacío; una levedad en mi mente que raya en la inconsciencia. Camino en piloto automático guiándome tan sólo con las luces al final de la banqueta; las luces que me llevarán de nuevo a la ciudad. Me dirijo hacia la parada del microbús; pienso en tomar un taxi que me lleve a casa, lejos de aquí… ¿Qué dijo el hombre que ganó la partida de ajedrez? "Deberían de hacer algo. Se me pone la carne de gallina nomás los veo…"
Algo llama mi atención tras el banco de neblina. Primero es el sonido; un cascabeleo apagado que incrementa su intensidad a cada paso. Gradualmente, como si despertara de un largo sueño, su naturaleza comienza a tomar forma: son voces. No entiendo lo que dicen, pero sé que son voces. Murmullos violentos que por momentos se alternan entre los insultos y la burla; comentarios esquivos que terminan en risotadas breves y ofensivas. Elevo la mirada tratando de orientarme en medio de la neblina cuando caigo en cuenta de las sombras que me rodean.
No son los árboles. Son personas detrás de la pared de neblina que acordona el parque. No se mueven pero estoy seguro que me observan. Siento su mirada sobre mí, siguiendo cada movimiento. Detrás de las sombras, los edificios se distorsionan en radiografías con cientos de miradas perdidas que siguen curiosas mi descenso a la locura en la que esto se ha convertido. Las luces de los departamentos recortan las siluetas de mil indigentes que se burlan al unísono. Algunas se han comenzado a mover, señalándome, gesticulando ante mi predicamento y el barullo sube de intensidad. Comienzo a correr…
Mi campo de visión es un caleidoscopio de imágenes borrosas y sin sentido. Algunas de las sombras se cruzan en mi camino entonando su murmullo interminable pero logro esquivarlas como si mi vida dependiera de ello. Intento pensar en cálculos y números, en la Proporción Divina y en el beso que una vez le robé a Berta, pero lo único que permea mi mente es el dolor cada vez más intenso en mi pecho provocado por la maratón. Escucho mi respiración agitada aun sobre el cántico infernal de las sombras que parecen salir del aire mismo y creo que hay lágrimas mezcladas con el sudor recorriendo mi rostro cuando me doy cuenta de que he llegado una vez más al quiosco central de parque.
Incremento la velocidad con la esperanza de que por simple inercia pueda romper la pared de neblina que me tiene atrapado en este lugar de mierda. Mis pasos retumban dentro de mi cabeza como escopetazos y siento alambres de púas en la garganta con cada bocanada de aire que tomo. La intensidad de las voces es cada vez mayor. Sigo sin entender qué dicen… Rodeo el quiosco a toda velocidad cuando de la nada la maldita paloma blanca aparece frente a mí y provoca que pierda el equilibrio. Un resbalón y un instante eterno de incertidumbre mientras me veo caer como en cámara lenta desde cien ángulos diferentes. Un golpe hueco en mi costado izquierdo y de repente el silencio…
Por un instante interminable todo es silencio; silencio y el confort de la oscuridad que me arropa complaciente. En algún lugar de mi mente un leve golpeteo rítmico se vuelve presente, pero casi sin darme cuenta, incrementa su intensidad gradualmente hasta convertirse en un batallón de marcha que palpita amenazando con hacer explotar mi pecho. Abro los ojos y el mundo entero ha sido girado noventa grados. Trato de enfocar la mirada pero mis alrededores han sido empañados por una membrana lechosa que lo distorsiona todo. Es cuando intento moverme que una punzada hirviente en mi brazo izquierdo me hace gritar y el tambor en mi pecho se vuelve de inmediato un recuerdo distante.
Trato de incorporarme usando mi mano libre. Logro sentarme torpemente y sujeto tembloroso mi brazo lastimado a la vez que me balanceo rítmicamente murmurando una letanía de maldiciones y auto-mentadas de madre. Un pequeño pedazo de metal se ha incrustado en mi pierna y un hilo de sangre estría mi pantalón sucio. Vuelvo mi vista para explorar tentativamente mis alrededores: he caído sobre el borde un la banqueta que divide el asfalto de la tierra, lo que justifica el dolor y el sabor a tierra que inunda mi boca.
—Hubo un momento en que realmente pensé que todo sería diferente; que por alguna razón esta inexorable sucesión de eventos me llevarían por otra senda, apartada de la historia que tan bien he llegado a conocer. —Una voz casi metálica detrás de mí—. Por momentos me veo tomando una decisión distinta; un pensamiento, una idea que me arrastra lejos de aquí; un momento inconcluso que me ve cruzando la calle justo en el momento en que un auto no se detiene. Tantas variables que sin embargo, me llevan una y otra vez hasta aquí…
Me vuelvo adolorido hacía la voz que ahora se ha vuelto un eco interrumpido por risas apagadas y movimientos torpes.
—A estas alturas ya deberías de saber que aquellos que no aprenden de la historia se encuentran condenados a repetirla ¿eh? —El indigente sentado aun en la misma banca, aun recostado y que aun gesticula sin control con su mano izquierda sobre su cabeza.
—No sé de qué chingados hablas; no sé de qué chingada historia estás hablando—. Yo, sintiéndome vencido.
—¿Pero no te das cuenta de que ese es precisamente el punto? Siempre has conocido esta historia —La voz hiriente como la tiza sobre un viejo pizarrón y extrañamente, dolorosamente familiar—. En nuestro interior, siempre conocemos nuestras propias historias; es la naturaleza humana.
Me incorporo lentamente sujetando aun mi brazo adolorido. Al voltear hacia el otro indigente lo descubro flanqueado por un contingente de hombres de diferentes edades y complexiones. Todos indigentes, todos con agujeros donde su vista solía estar. Algunos se adelantan y comienzan a rodearme. Ninguno hace ruido alguno ni dice nada. El líder se mantiene al centro, tratando de mantener su frágil equilibrio. Su brazo izquierdo un peso muerto sobre su costado.
Todos visten igual…
—¿Quiénes son? —Yo, sintiendo unas ganas casi incontrolables de llorar.
—¿Quiénes somos? ¡Tú no te preguntas eso cuando estás frente al espejo! Suena a falta de respeto ¿no crees? —El indigente en la banca.
—Todos somos peones —El indigente líder, acercándose a mí—. Somos la primera línea sobre el tablero.
—¿Tablero? ¿De qué chingados están hablando? —Yo, encabronado, tratando de ocultar mi infinito terror—. ¿A qué se refieren con toda esa estupidez del ajedrez?
—Hablamos de eso que llamamos ilusamente libre albedrío: la fútil ilusión de la libertad de elección —Otra voz, ¿infantil? detrás del líder—. Todos somos peones; la primera línea sobre el tablero.
Un niño de unos ocho años rodea al líder de los indigentes y se coloca frente a mí. En su mano sostiene un globo rojo.
—Estamos aquí porque hay millones de jugadas posibles; eso es verdad, pero al final los peones sólo pueden ser coronados una vez —El niño ofreciéndome el globo—. El resto de las veces, sólo pueden morir o quedar abandonados sobre el tablero.
—No tengo idea de qué están hablando. —Yo, tomando el globo. Comienzo a sollozar.
—Descuida; al principio cuesta trabajo adquirir perspectiva cuando lo único que percibimos es un terreno plano —El niño, alejándose de mí, dirigiéndose detrás del indigente líder—. Tarde o temprano terminas por darte cuenta de que todo lo que nos rodea en realidad son cuadros blancos y cuadros negros.
Con el globo en mano, comienzo a mirar furtivamente a mis captores. Un desfile de copias vestidas de la misma manera: jeans con un pequeño doblez sobre el calzado, una camisa blanca y un saco gastado y el portafolio con uno de los seguros desprendido. Incluso el niño viste igual y es hasta que observo su rostro una vez más que caigo en cuenta de la realidad que me ha eludido todo este tiempo: yo conozco a este niño.
De repente sé quién es. De repente sé que a los ocho años se extravió en este mismo parque, con este mismo globo rojo cuando paseaba con sus padres. De repente sé que aunque sus padres lo encontraron dos horas después, en realidad lo que encontraron fue una copia imperfecta que cuidaron y educaron y amaron como suyo. De repente sé que su sueño desde pequeño siempre fue ser arquitecto… Recuerdo a este niño en mi álbum familiar y en la fotografía del certificado de primaria; recuerdo su rostro crecer un poco cada día en el espejo…
Vuelvo mi vista hacía el rostro recostado sobre la banca y de repente sé también quién es. De repente sé que su primer amor lo rechazó argumentando que sólo lo podía querer como amigo, destrozando así por primera vez su corazón. De repente sé que hizo su Servicio Profesional en un pequeño despacho de arquitectura durante un verano destacado por lo caluroso de sus días y en el que aprendió el placer del sexo a escondidas con la encargada de proyectos. De repente sé que su último placer culpable fue el seguir con su cámara a una pareja de colegialas en este mismo parque, al otro lado del quiosco. Imágenes que años después perdería junto a mi computadora durante un asalto perdido en mi memoria…
Reconozco ahora a la mayoría de los rostros que me rodean: todos en diferentes etapas de mi vida; diferentes logros, diferentes derrotas. Reconozco su expresión de tristeza y soledad que invade sus rostros; todos atrapados, todos vencidos en su lucha por escapar de aquí.
—A ti no te recuerdo —Yo, dirigiéndome al líder frente a mí.
Levanta lento sus manos, su brazo izquierdo una rama seca que se coloca sobre mi rostro con una delicadeza que me sorprende.
—No te preocupes por eso —Él, por primera vez un dejo de tristeza en su voz.
—¿Por qué? —Yo, resignado al fin.
—Así es cómo yo lo recuerdo —El indigente clavando sus pulgares en mis ojos y un grito eterno que sale de mi boca hasta que la oscuridad final termina por cubrirme a mí y a todos mis duplicados imperfectos…
*
La oscuridad en mi mente es estriada por pequeños relámpagos silenciosos. Ecos interminables de imágenes centellean sobre un fondo borroso en negativo; radiografías de sensaciones y olores groseros que asaltan mi inconsciencia. El único sonido en este mar de tinta es el arrullo de las palomas distantes. Junto a la luz, el tiempo termina por perderse en algún pensamiento lejano, al final demasiado ajeno para formalizar algún parecido a la realidad. La objetividad se diluye en su totalidad enmarañada con mis incontrolables ataques de risa que me asaltan sin ton ni son.
El brazo ya me duele menos, gracias por preguntar. Hay días en los que una punzada profunda me impide moverlo y tengo que conformarme con mantenerlo pegado al cuerpo. Otros días pierdo totalmente el control y comienza a temblar sin cesar; a veces me ayuda a espantar las moscas… La pierna ya no me causa tanto problema como antes pero aun debo cojear un poco al caminar; por eso prefiero pasar la mayor parte del tiempo en mi banca, recostado, esperando a que llegue la tarde. Es entonces cuando me levanto un rato y me divierto asustando a los viejos jugadores de ajedrez… Uno de ellos dice que le pongo la carne de gallina…
Sin embargo, el resto del tiempo el peso de la memoria me cubre como la sombra de una losa pendiendo por un delgado hilo a punto de romperse. Hay momentos en los que pienso que todo pudo ser diferente; que por alguna razón esta inexorable sucesión de eventos me llevarían por otra senda, apartada de la historia que tan bien he llegado a conocer. Por momentos me veo tomando una decisión distinta; un pensamiento, una idea que me arrastra lejos de aquí; un momento inconcluso que me ve cruzando la calle justo en el momento en que un auto no se detiene. Tantas variables que sin embargo, me llevan una y otra vez hasta aquí…
Y mientras tanto espero. Espero mi regreso; sé que pronto estaré de vuelta una vez más y yo estaré aquí, esperando. Después de todo, hay millones de jugadas posibles, eso es verdad, pero al final los peones sólo pueden ser coronados una vez. El resto de las veces, sólo pueden morir o quedar abandonados sobre el tablero…