“Porque todo lo que hay en el mundo, la concupiscencia de la carne, y la concupiscencia de los ojos, y la soberbia de la vida, no es del Padre, mas es del mundo.”
—1 Juan 2:16

El aire olía a guardado y a naftalina; la mitad de las lámparas no encendieron y las que alcanzaron a resucitar, parpadearon intermitentes por un tiempo que se sintió eterno. Al final, las entrañas cavernosas del almacén atiborradas con muebles, ropa y electrodomésticos quedaron bañadas por un claroscuro mortecino que Catalina identificó como siniestro.
—Aquí están las llaves. Tenemos que presentar el inventario antes de la venta de liquidación —aseveró el gerente, impaciente por salir—. Asegúrate de ingresar los reportes en la computadora de Carla antes de salir. Cualquier cosa, le hablas a Víctor por el radio.
—Muy bien —murmuró ella, viendo cómo se dirigía de prisa hacía el elevador industrial sin esperar una respuesta.
Con su mano apretujando las llaves y con una leve sensación de abandono en el pecho, Catalina se quedó sola en medio de aquel recinto claustrofóbico, poblado por recuerdos de tiempos mejores. En otras circunstancias, tal vez hubiera considerado quejarse en RH, pero ante la inminente clausura, ya se había resignado a pasar sus últimos días allí. Después de cinco años como vendedora en el departamento para damas, su premio fue ser asignada de último momento a asistir en los ritos funerarios de la que había sido por décadas, una venerable institución. El cuchicheo de los ratones en las sombras terminó de ambientar la escena.
a jornada transcurrió sin novedad. Cuando se percató de las montañas de mercancía a inventariar, supo que aquel era trabajo para dos o más personas, pero para mediodía se sintió agradecida por el silencio y la soledad. Descubrió para su beneplácito que no extrañaba las preguntas banales de los clientes ni las indiscreciones de sus compañeras. A las dos de la tarde se reunió con Rocío, de RH, para comer en una fonda cercana y escuchó paciente los chismes de la tienda. Al regresar, dejó los restos del picadillo con arroz rojo que pidió para llevar y los colocó en su cama de papel aluminio en una esquina. A punto de reanudar el inventario, escuchó el tictac agradecido de los ratones. Catalina sonrió cómplice y se puso a trabajar.
*
—¿Y no te sentiste sola? —preguntó Arturo mientras secaba los trastes de la cena.
—Un poco al principio, pero ya en la tarde me sentí bien cómoda, sin clientes ni Carlos dando lata a cada rato con el re etiquetado. Estuvo suave…
—¿Y no sabes si te van a mandar a alguien para que te ayude? ¿Te vas a aventar toda la chamba sola?
—No sé. Todas las chavas están ocupadas con sus departamentos y la verdad, no quiero que Víctor o algunos de los vendedores anden ahí, porque seguro van a empezar con sus bromas pesadas. ¡Huy, no terminaríamos nunca!
—Pues nomás mucho cuidado.
—No te preocupes; yo me las arreglo sola…
Al entrar al baño para desmaquillarse, notó el olor de la loción aftershave de Arturo. Era miércoles. Se observó cansada en el espejo y suspiró resignada. Tomó la crema y procedió lenta a la tarea. Cuando salió, Arturo la esperaba sonriente sobre la cama. Al acostarse, la acercó de la cintura y comenzó a besar su nuca y las orejas. Catalina conocía bien la rutina: después de los besos, él centraría su atención en su cuello y pechos e intentaría satisfacerla con un cunnilingus torpe y perfunctorio, a lo que ella correspondería con entusiasmo fingido y terminaría con Arturo sobre ella, salpicándola de sudor, hasta explotar en una sucesión de gruñidos estridentes. Entonces ella reconfortaría su cuerpo jadeante y tembloroso como a un niño tras una pesadilla, hasta que él decidiera volver a su lado de la cama y dormir satisfecho.
Algunas noches decidía aprovechar la calma repentina para complacerse discreta bajo las sábanas hasta saciarse en un temblor silencioso y furtivo, pero esa noche no se encontraba de humor, por lo que decidió regresar al baño para asearse. De regreso en la cama, Arturo roncaba campante y tuvo que moverlo de posición en un par de ocasiones para callarlo. A pesar del cansancio, pasó un largo rato viendo las luces que entraban por la ventana sobre el techo hasta que por fin se quedó dormida en medio de la tercera sinfonía de ronquidos. Se soñó vestida como Alicia en el país de las maravillas, organizando una fiesta del té en uno de los comedores cubiertos de plástico del almacén y flanqueada por ratones festivos, ataviados para la ocasión. Sentado al extremo opuesto de la mesa, Arturo se encontraba desnudo e inmóvil, amarrado a la silla y amordazado con un pañuelo rojo que lo mantuvo en silencio por fin.
*
—¿Y no te aburres aquí sola? —preguntó Cinthia la mañana siguiente, tratando en vano de ocultar su disgusto por el desorden, el olor y el polvo.
—No, fíjate —respondió Catalina ocupada en una pila de cajas con vajillas chinas—. Me entretengo viendo la cantidad de cosas que hay guardadas. ¡Hay un montón de cosas bien padres! Algunas son del año del caldo: me recuerdan a los muebles que teníamos en la casa cuando nos mudamos mi mamá y yo a la casa de mi tía Lourdes. ¡Creo que hay cosas de cuando abrieron la tienda en los setenta!
—No, pues qué padre… ¿Oye, ya te avisaron sobre las juntas que van a hacer los viernes?
—Carlos me dijo ayer cuando veníamos en el elevador. Tengo que entregar un reporte inicial.
—OK… Oye, Sara y yo vamos a salir a comer con Rocío a mediodía ¿quieres venir?
—No, gracias, traje lonche. Quiero aprovechar lo más que pueda aquí.
—Ajá. OK. Bueno, pues me avisas si cambias de opinión. Yo me regreso porque Víctor nos trae en joda con los exhibidores para el fin de semana. En fin, ¡diviértete en tu casa retro!
Ajena al sarcasmo, Catalina volvió al trabajo. Al terminar con la tarima de vajillas chinas, volvió la vista hacia la caverna amueblada y experimentó de nuevo el golpe de la nostalgia: había sido honesta cuando mencionó el recuerdo de la casa que compartió con su madre años atrás. Fue una casa apretada, húmeda y sofocada, en una de las colonias populares al margen de la ciudad. Cuando llegaron era un caleidoscopio de épocas pasadas, con muebles de segunda mano y electrodomésticos caprichosos. Allí vivió su adolescencia y primera juventud aguantando el fanatismo religioso de su madre hasta que en un arranque desafiante decidió salirse para irse con Arturo. La principal diferencia con el almacén era que, a pesar de lo descuidado de la zona, en su casa nunca hubo ratones, su madre se encargó de eso. “Los que se santifican y los que se purifican en los huertos, unos tras otros, los que comen carne de cerdo y abominación y ratón, justamente serán talados, dice Jehová”, le recordaba citándole Isaías 66:17 cada vez que aparecía uno en las trampas. Al morir su madre, decidió no regresar por nada, ya que lo que había quedado, había sido transitorio como ella.
A la hora del almuerzo disfrutó una ensalada de atún y avanzó en su lectura de “El amor, las mujeres y la vida” de Mario Benedetti. Al terminar colocó los restos de la cena del día anterior en la esquina del almacén y volvió al trabajo. Los ratones no tardaron en anunciar su presencia. De vuelta en casa, pasó el resto de la tarde viendo una serie en la televisión en medio de los constantes murmullos de Arturo, que nunca dejaba de expresar su irritación ante los cambios en la historia con respecto a la fuente original. Se fueron a la cama en silencio e intentó continuar con la lectura de su libro, pero los ronquidos vecinos le impidieron continuar. Como otras tantas noches, pasó un rato viendo el desfile de luces que se colaban por la ventana hasta que el cansancio la derrotó. A la mañana siguiente no pudo recordar sus sueños.
*
El viernes antes de la junta, descubrió un grupo de maniquís detrás de una hilera de refrigeradores al fondo del almacén. Catalina se llevó el susto de su vida al encontrarse de frente ante la pared de rostros plásticos en medio de la penumbra. Eran siete, en distintos grados de integridad; algunos sin brazos, manos o piernas y uno de los modelos femeninos había perdido la cabeza. Tras recuperarse del susto, se encontró fascinada por su presencia. Eran modelos viejos como todo lo demás, pero exhibían un aire de dignidad por encima de las versiones contemporáneas de rostros abstractos o lisos. Todos estaban desnudos y por un instante se preguntó cómo se verían con la ropa setentera que catalogó el día anterior. Desechó divertida la idea y regresando por sus reportes, salió a la junta.
El sábado fue intenso. En la junta, Carlos la apresuró para adelantar el inventario a lo que Catalina le recordó que estaba sola ante semejante tarea. El gerente minimizó el hecho y le recordó que cada uno de los empleados era responsable de llevar a cabo sus respectivas tareas con excelencia, justo como rezaba el eslogan de la tienda. Apiadándose de ella, Víctor se dio una vuelta a media mañana para ayudarla por un par de horas, prometiendo no hacer bromas pesadas. Cuando su compañero se retiró a la hora de la comida, Catalina descubrió una araña verde de goma en su lonchera; sonrió agradecida y comió apurada, sin leer ni dejarle algo a los ratones.
El domingo nadie la visitó. La tienda estuvo saturada todo el día con gente que se enteró de los saldos y a pesar del trabajo, Catalina se sintió relajada en su casa retro silenciosa. Sabiéndose segura de su soledad, almorzó tranquila una ensalada de pollo y terminó de leer su libro, asegurándose además de alimentar a los ratones. Con el estómago lleno y confiada con el avance del inventario, se tomó una breve siesta en una de las camas al fondo del almacén, cubierta por un acogedor enredón color verde pistache y despertó energizada y feliz por no tener que lidiar con ronquidos ni luces en el techo. Satisfecha, y sazonada por el calor del enredón oloroso a naftalina, su mano encontró el camino familiar hacía el recoveco hirviente de su intimidad. Fraguada por la costumbre, se acomodó sobre su costado derecho y comenzó su danza discreta. Liberada de la presencia ruidosa de Arturo, se entregó en un vaivén animal de una intensidad vertiginosa que terminó en una implosión cósmica que, por primera vez en años, le alcanzó a robar un quejido suprimido. Jadeante y con las piernas temblorosas, se quedó sobre su costado un largo rato, con la vista perdida en la nada en medio de las cajas del almacén.
Por fin, se sentó modorra a la orilla de la cama, su sonrisa imparable en el rostro. Se desperezó como un gato satisfecho y sacudió su cabello como cuando era niña. Columpió los pies traviesa y dispuesta a seguir con su día, se incorporó juguetona para descubrirse observada por uno de los maniquís que se asomaba detrás de las cajas de los refrigeradores. La sangre que ya había vuelto a su flujo normal, se le agolpó hirviente en las mejillas y una vergüenza infinita se apoderó de su humanidad. Un zumbido oscilante le taladró el cerebro y por más que quiso sacudir sus manos para cubrirse —a pesar de estar vestida—, su cuerpo no obedeció. El maniquí la miraba entre las sombras, testigo mudo de su indiscreción.
Inmóvil por la sorpresa, su primer pensamiento fue que aquello debía ser una de las bromas de Víctor, pero al recordar su primer encuentro con los maniquís, confirmó que estos no se habían movido; seguían inertes en el mismo lugar detrás de los refrigeradores. Entonces, en contra de toda razón, decidió esperar un rato más para ver si se movían por sí solos, pero tras caer en cuenta de lo ridículo de su idea, exhaló ruidosa y su cuerpo comenzó a relajarse. Las mejillas le seguían hirviendo y la vergüenza dio paso a una sensación de humillación callada que no había experimentado en mucho tiempo y no pudo evitar bajar la mirada, sumisa. Cuando por fin se calmó, tomó el plástico que había retirado de la cama y cubrió los maniquís antes de regresar a su escritorio a trabajar.
Pasó la siguiente hora dándole largas al reporte, pues la sensación de sentirse observada la persiguió como un mal olor y en un par de ocasiones volvió la vista en dirección de los maniquís para comprobar que, en efecto, seguían en su lugar. En algún momento se levantó y dio varias vueltas alrededor del escritorio sacudiendo las manos para espantar los recuerdos, pero eso solo la volvió más consciente del torrente hirviendo en las venas. Era una sensación familiar que odiaba: era una losa de recriminaciones y reticencia que su madre le colgó sobre su conciencia aquella noche de su infracción ante Dios. No se había sentido así desde la noche que su madre la descubrió entregándose por primera vez a su concupiscencia adolescente.
Durante su primera pinta de secundaria, Catalina y su prima habían planeado encontrarse con un par de estudiantes de tercero en una feria cercana y pasaron la mañana entre coqueteos y contactos torpes que despertaron un torrente de sensaciones en todo su cuerpo que hasta ese momento había desconocido. El júbilo terminó abruptamente en el carrusel, cuando su pareja la ayudó a montar el viejo tiovivo: al momento de acoplarse sobre su corcel, un latigazo hirviente le estalló en la entrepierna. Lo primero que se le ocurrió es que se había orinado y derritiéndose de la humillación, escapó de la feria hasta que su prima la alcanzó un par de cuadras más tarde, sacudiendo las manos intentando espantarse la vergüenza. Al contarle lo ocurrido, su prima sonrió pedante y le explicó lo que realmente había pasado en su cuerpo.
—Agárrate, morra: no te la vas a acabar… —le confió sabionda.
Pasaron el resto de la mañana ablando sobre el universo de placer al que acababa de acceder y llegó a su casa con un carrusel de emociones, ideas y con un propósito definido en la mente. Poco le duró el gusto. Esa noche su madre escuchó el jadeo primigenio de Catalina que provenía de su habitación y al entrar la sorprendió acostada bocabajo, con una almohada entre las piernas y con el rostro deforme por un puchero primitivo a punto de estallar. La vieja le surtió una tunda olímpica mientras que con voz quebrada por la ira recitaba la segunda epístola a Timoteo: “Huye de los deseos juveniles; y sigue la justicia, la fe, la caridad, la paz, con los que invocan al Señor de puro corazón”. El celibato le duró unas semanas, pero cuando la urgencia terminó por doblegarla, Catalina se vio en la necesidad de aprender el arte de la circunspección. Desde entonces prefirió el silencio y la discreción. “A otro, operaciones de milagros, y á otro, profecía; y á otro, discreción de espíritus”, rezaría su madre si supiera…
Enfadada por dejarse subyugar por la memoria, Catalina se recordó que su madre no ejercía ya, ningún control sobre ella; perdió ese poder cuando se fue a vivir con Arturo y su muerte había reforzado su independencia. Sin embargo, la humillación de sentirse descubierta aun la perseguía. Por eso se satisfacía en silencio cuando Arturo no lo hacía; por eso reverenciaba el dominio de su placer. Enfadada por sentirse controlada una vez más, decidió enfrentar el demonio del recuerdo y se dirigió hasta el fondo del almacén, detrás de los refrigeradores, y destapó los maniquís; no iban a ser ellos quienes la regresaran a su incertidumbre adolescente. Los maniquís permanecieron inmutables, bañados por una nevada de motas de polvo añejo. Al comprobar su mirada desinteresada, elevó el mentón altanera y orgullosa por su determinación, dio la media vuelta y regresó a trabajar.
*
El lunes fue su día de descanso. Barrió la casa y limpió el baño y después de comer salió al mercado a comprar mandado. De regreso pasó por una pequeña tienda de modas donde la empleada vestía uno de los maniquís con ropa de temporada. Catalina pasó de largo fingiendo desinterés, pero al llegar a la esquina, se detuvo y se volvió en dirección de la tienda. Observó con una fascinación morbosa a la empleada en su tarea por un largo rato hasta que un transeúnte distraído chocó con una de las bolsas del mandado y la regresó a la realidad. El resto del día la escena se repitió en su cabeza en intervalos caóticos hasta que se fue a la cama con una idea definida en su mente.
Al llegar al almacén al día siguiente, se dirigió directo a los maniquís y los transportó uno a uno hasta su zona de trabajo. Descubrió que eran mucho más pesados que los nuevos modelos y terminó con la ropa achocolatada por el sudor y el polvo. Acto seguido, los vistió con ropa que representaba a los siete pecados capitales y los adornó con unas pelucas setenteras. Luego se hizo de unas cuantas sillas y un par de sillones reclinables. Al terminar ocupó su lugar en el centro de una escena que haría temblar de miedo a su madre: ella era la ejecutiva exitosa, dirigiendo la operación desde su escritorio de roble y los maniquís, sus aliados en trasgresión, acatados y silenciosos. Catalina sonrió satisfecha y regresó a sus labores.
A la hora del almuerzo se hizo acompañar por Lujuria. Lo había vestido con un traje azul marino, de corte inglés y una camisa Ferré aperlada con unos gemelos en imitación de oro. El resto de los maniquís los observaban admirados por lo bien que encajaban. Comió plácida, disfrutando cada bocado y sin apartar la vista del rostro plástico que la enfrentaba. Al finalizar, se puso de pie y dirigiéndose hasta su acompañante, lo premió con un beso en la comisura de los labios.
—Gracias por una comida inolvidable —murmuró y sonriendo, se retiró al baño para lavarse los dientes. Al regresar alimentó a los ratones y continuó con la jornada.
El miércoles transcurrió entre viajes a los parajes oscuros y húmedos que aun faltaban por catalogar y coqueteos fantasiosos. El almuerzo fue igualmente mágico y al terminar la jornada, se despidió de Lujuria con un beso carmesí.
—Hasta mañana —murmuró en su oído con una sonrisa boba que le duró todo el camino hasta el elevador industrial.
Esa noche al salir del baño Catalina encontró a Arturo oloroso a aftershave y sonriente sobre la cama. Era su día. Al acostarse, la acercó de la cintura y comenzó a besar su nuca y las orejas. Después de los besos, volvió su atención a sus pechos, mientras Catalina lo observaba ajena, como si viera una película, pero al llegar a su pubis lo detuvo en seco.
—Espérate…
—¿Eh?
—Espérate —repitió levantando su rostro con sus manos para verlo a los ojos— Ven, mira; acuéstate bocarriba…
Lo colocó sobre su espalda en medio de la cama y lo montó.
—No te muevas.
—Oh, sí —respondió con una expresión exitosa—. Así…
—Shhh, no digas nada —ordenó casi imperceptible, cubriéndole la boca con su mano—. No hagas nada…
Catalina cerró los ojos y comenzó su vaivén lento, tratando de definir la sensación exacta que le había revoloteado en la mente todo el día. Por un momento se sintió plena, con Arturo llenándola en su interior, pero su cuerpo no supo encontrar el ritmo. Se inclinó sobre Arturo y se acercó a su oído:
—No te muevas —ordenó en secreto, tratando de nadar a contracorriente del aftershave—. Ponte quieto, como si fueras una estatua.
—¿Qué?
—¡Shhh! —Repitió cubriendo una vez más su boca con su mano sudada—. No te muevas, ¿OK? Quédate quieto…
Retomó su posición con renovado ahínco y por un segundo creyó encontrarse en el camino indicado, pero de nuevo, la realidad se le interpuso: el cuerpo de Arturo le era demasiado familiar: blando y resbaloso por el sudor, la selva desaliñada en su pecho; sus manos ansiosas apretándole los muslos y aunque empeñado en seguir sus órdenes, sus gemidos cada vez más excitados retumbaban en sus oídos como taladro sobre concreto. Negando frustrada con la cabeza, comenzó a repetir en voz baja la orden de “no te muevas” una y otra vez, pero Arturo comenzó a perder el control y al abrir los ojos, Catalina se encontró una vez más con su mueca agónica a punto de reventar; sollozando, continuó rezando su mantra frustrado de ˝No te muevas, por favor, no te muevas” hasta que lo sintió vaciarse en su interior en medio de una letanía de bramidos ensordecedores y convulsiones grotescas…
Catalina lo desmontó resignada y se internó en el baño para asearse escoltada por el jadeo estridente de Arturo. Sus muslos estaban arañados y doloridos. Al terminar se encontró con su rostro vacío y frustrado en el espejo. No era por su plan interrumpido ni por el desenlace unilateral; ya estaba acostumbrada. Era algo elusivo que no podía articular y que la perseguía desde días atrás. Con su mano cubrió los ojos de la imagen frente a ella y se centró en el resto de sus facciones. Sin el acceso a su alma, podría ser cualquiera, igual que un maniquí: anónima y sin autonomía. Se preguntó si ese era su papel en la vida: ser una entidad desnuda que solo servía para proyectar los gustos, necesidades y fanatismos de otros… igual que sus maniquís representando lo que ella más deseaba: control y silencio. Apartó la mano y su mirada regresó cansada. Su único consuelo fue suspirar resignada hasta que el sueño la regresó a la realidad. De vuelta en la cama se acostó sobre su costado derecho ignorando los ronquidos y las luces sobre el techo y se durmió sin soñar.
*
Al llegar al almacén la mañana siguiente, volteó los maniquís de manera que no la pudieran ver.
—Estoy enojada contigo —confesó triste a Lujuria y así lo creyó con todo su ser el resto del día.
A las dos de la tarde, se animó a aceptar la invitación de Cinthia para salir a comer y por un momento se sintió bien: regresar a la rutina con sus compañeras de departamento la hizo olvidar el avispero que zumbaba en su mente. Incluso ignoró a los ratones al regresar al almacén y se enfocó decidida en el inventario. Por un momento, logró convencerse de que la incertidumbre terminaría en cuanto clausuraran la tienda y ella podría buscar al fin, otras rutinas que la mantuvieran ocupada. Incluso tomó la decisión de guardar los maniquís el día siguiente para evitar más distracciones.
El viernes se descubrió retrasada con el informe que presentaría en la junta. La mañana fue frenética, intentando recuperar el tiempo perdido. A veces, cuando regresaba de las entrañas del almacén a su escritorio, pasaba al lado de Lujuria y descubría su perfil estoico y el germen de remordimiento la asaltaba. ¿Por qué se sentía enojada con él? ¿Qué le había hecho él? ¿Sería porque la había obligado a notar su propia rigidez emocional, su inseguridad quieta? Después de todo aquello era tan solo una diversión inocente: la puesta en escena, las ropas pecaminosas; ¿Qué habían hecho ellos sino ser sus invitados en su fiesta del té? Entonces al reclinarse para dejar el borrador sobre su escritorio, su pecho rozó el hombro de Lujuria y una descarga eléctrica le recorrió la espalda erizándole la piel. Se le quedó mirando como quien ve un fantasma y su incertidumbre se multiplicó por cien. Comenzó a sacudir las manos y a respirar profundo tratando de resbalar la sorpresa. Cuando su corazón regresó a su ritmo normal, dejó escapar una sonrisita socarrona e incrédula pensó: «¿Qué pedo conmigo?» Entonces tomó las formas en blanco y regresó a trabajar.
Rechazó la invitación de Cinthia a comer y devoró voraz su ensalada dedicándole algunas miradas furtivas a Lujuria que seguía provocándola con su indiferencia. Por segundo día ignoró a los ratones. Más trabajo, más estrés tratando de ponerse al corriente con el inventario y cada vez que regresaba de la penumbra amueblada, se encontraba con la postura arrogante del maniquí que parecía desafiarla.
—Sigo enojada contigo —le aseguró al instalarse finalmente en su escritorio para la recta final, incapaz de ocultar una mueca coqueta casi imperceptible—. Ni creas que te he perdonado.
Comenzó a pasar en limpio las cifras, consciente de la premura del tiempo. Entonces una mirada fugaz se le escapó hacia al otro lado del escritorio. Comenzó a girar la pluma ansiosa entre sus dedos, su mentón recargado sobre su mano libre y sus ojos furtivos recorrieron la forma que aprisionaba el saco de corte inglés. Regresó de nuevo la mirada a las cifras, columnas y marcas comerciales sobre el escritorio. Su pluma recorrió inconsciente la línea del escote de su blusa, su respiración cada vez más intensa. Su silueta cortada como mármol, definida; firme… Cruzó las piernas en un intento vano de contener la reacción nuclear que comenzaba a gestarse en su interior, pero para entonces todo fue inútil.
Catalina se levantó furiosa derribando su silla dirigiéndose hacía Lujuria con una determinación de miedo y lo montó con la mirada distorsionada por el deseo. Se remangó la falda y comenzó su baile, sus manos acariciando el rostro impasible que ocupaba la totalidad de su visión. Su empuje pélvico se aceleró de manera exponencial y pequeñas gotas de sudor comenzaron a formarse sobre su frente, su respiración cada vez más agitada. El cuerpo comenzó a quedarle chico y la ropa a apretarle: deshizo la coleta que aprisionaba su cabello y desabotonó su blusa. Entonces rasgó la camisa aperlada Ferré de su amante, mandando los botones a volar y exponiendo su pecho esculpido y liso, duro como el acero. Recorrió con sus manos la geografía expuesta y se admiró sonriente por las formas bien definidas. Entonces liberó sus pechos y los unió a la piel de aquella bestia magnifica que estaba a punto de hacerla detonar. Una reacción en cadena comenzó su recorrido desde su pubis empapado y un clamor animal comenzó a abultarse en su garganta. Catalina trató con todas sus fuerzas de sofocarlo, intentando implosionar en un murmullo discreto y familiar, lejos de los oídos de extraños, pero las fuerza para logarlo la abandonaban con prisa.
aydios —comenzó a rezar en el oído baboseado de Lujuria, mientras Catalina lo cabalgaba sin control—. aydios, aydios
Un alarido primitivo llenó cada rincón del almacén; un lamento reprimido por años, encontrando el camino a la libertad por primera vez. Secuelas acompasadas acompañaron los temblores incontrolables y eternos como olas rompiendo contra un malecón y Catalina se quedó al fin tumbada sobre Lujuria —que había perdido un brazo en el fragor de la batalla—, casi inconsciente y derritiéndose en un estupor celestial bajo la luz fluorescente del almacén…
Llegó a la junta con veinte minutos de retraso. Traía el cabello desaliñado, la falda mal alineada y con los botones de la blusa fuera de lugar.
—Perdón, se me hizo tarde —murmuró avergonzada, apartando un fleco de cabello de su frente al pasar a un lado del gerente en dirección de su lugar.
Cinthia la siguió atónita con la mirada y al tomar asiento, cuestionó con sus labios “¿Qué te pasó?” A lo que Catalina respondió con una sonrisa de oreja a oreja, el rubor en sus mejillas, de un rojo brillante.
Al regresar al almacén, descubrió el brazo de Lujuria sobre el piso. Lo tomó y mirando al maniquí, lamió los dedos lasciva.
—Qué mal te has portado —ronroneó con una sonrisa cínica.
Se dirigió de nuevo al maniquí y lo montó una vez más.
—Vamos a tener que hacer algo al respecto…
*
El fin de semana fue una revelación orgiástica. El sábado Catalina regresó a la escena del crimen original: la cama al fondo del almacén con el enredón color pistache oloroso a naftalina. El turno fue de Envidia e Ira, que resultó casi tan espectacular como el día anterior. Esta vez se dejó observar descarada por Gula y Pereza. Después de la comida regresó con Lujuria y pasó la tarde perdida en una larga conversación noviera en silencio telepático. El domingo tuvo su primera experiencia lésbica con Soberbia y aunque no fue tan reveladora como las anteriores, no pudo evitar sentir un orgullo rebelde. Dondequiera que estuviera su madre, deseó con todo su corazón que la estuviera viendo, carcomiéndose del coraje. “Y sobre vosotras pondrán vuestra obscenidad, y llevaréis los pecados de vuestros ídolos”, se imaginó señalándole su falsa moralidad y sonrió satisfecha.
Regresó a su casa encendida de felicidad y hasta la rudimentaria presencia de Arturo le pareció soportable. Antes de dormir se lamentó tener que esperar todo un día más para regresar con su séquito de pervertidos.
El lunes fue lento y gris. Las experiencias y sensaciones del fin de semana acecharon en su mente como un depredador determinado y batalló para concentrarse con las tareas más simples. En su rostro se le colgaba una sonrisa incrédula que no había experimentado desde la preparatoria cuando conoció a Arturo. Se imaginó mil escenarios, cada uno más explícito y decadente y apenas durmió por la ansiedad de regresar a su casa retro al día siguiente…
*
Supo que algo estaba mal a una cuadra antes de llegar a la tienda. Varios camiones de carga eran alimentados por una hilera interminable de hormigas humanas con cajas de electrodomésticos y muebles que reconoció de inmediato. Su corazón comenzó a palpitar sin control conforme avanzaba y cada paso le retumbaba en la cabeza como mil explosiones. Al bajar al almacén compartió el elevador industrial con un par de cargadores con sus diablitos vacíos que la observaron divertidos todo el camino. Los murmullos soeces y el olor rancio a sudor la aprisionaron en su esquina mientras en su mente una procesión de escenarios cada vez más paranoicos la asaltaban sin piedad. Al abrirse las puertas del elevador fue testigo de la desolación ocasionada en lo que había sido su hogar las últimas dos semanas. Decenas de hombres ruidosos transportaban descuidados el fruto de su trabajo y Catalina sintió por primera vez las ganas incontenibles de llorar.
—Ah, aquí estás —evidenció el gerente detrás de ella—. Pensé que Cinthia te había avisado: hoy ya te regresas a tu departamento. La empresa va a terminar aquí.
Catalina lo ignoró. Su vista escudriñaba incrédula el espacio vacío donde había estado su escritorio y sus maniquís. Era como si nunca hubieran estado allí. Solo quedaba el polvo y un puño de borradores hechos bola sobre el piso.
—¿Dónde están mis cosas? —preguntó con la voz quebrada.
—Los reportes están en administración y lo demás está siendo transportado al almacén del distribuidor.
—¿Se llevaron todo?
—En eso estamos.
Catalina seguía dándole la espalda al gerente. Agachó la cabeza tratando de encontrar las palabras adecuadas, sus mejillas a punto de desgajarse por la humillación que la embargaba.
—¿Dónde están mis cosas? —volvió a preguntar con la vaga esperanza de no verse obligada a ser más explícita.
El gerente carraspeó impaciente.
—Todo está siendo transportado al almacén del distribuidor.
Catalina se volvió lento y se encontró con la mirada del gerente, observándola con un aire de superioridad moral que le recordó a su madre. “Y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios”.
—Por favor, vuelve a tu puesto. El viernes vemos los detalles que quedaron pendientes.
Con los ojos encarnados por el llanto contenido, Catalina se dirigió de regreso al elevador. A punto de llegar descubrió una trampa para ratones a un lado de la puerta. Una lágrima solitaria rodó por el llano hirviente de su mejilla.
—¿Va a subir? —preguntó uno de los cargadores que ocupaban el elevador. Catalina se le quedó viendo como si le hubiera hablado en un idioma incomprensible—. ¿Va a subir o se espera al que sigue?
Catalina ingresó y se abrió camino entre el humor concentrado de la transpiración y las miradas lascivas hasta arrinconarse al fondo del elevador. Apretó su bolso sobre el pecho como si con eso pudiera aprisionar las emociones que buscaban escapar de su ser hasta que las puertas se abrieron y se encontró una vez más, de regreso a su realidad banal y apagada. Se dirigió hasta el departamento de damas cruzando el tufo dulzón de Perfumería y se detuvo frente a un par de maniquís vestidos a la moda, sus rostros abstractos y cromados. Comenzó a sacudir las manos.
—¡Bienvenida al mundo de los vivos! —bromeó Cinthia a sus espaldas—. Nada que ver con tus obras maestras allá abajo ¿eh? —Señaló divertida a los modelos.
Catalina la miró ausente, sus ojos inflamados por el llanto contendido.
—¡Ay, mija! ¿Qué te pasó?
—Se están llevando todo.
—¡Ay, mi amor! No te preocupes; ya encontraremos otro trabajo, vas a ver.
Catalina respondió con un puchero y se entregó al abrazo que Cinthia le ofrecía.
—Vas a ver, todo va a salir bien…
Al regresar a su casa, Catalina se dirigió directo a la cama y se acostó sin mudarse de ropa. Arturo, que se peleaba con otra serie en la televisión apenas si notó su presencia. Esa noche se soñó como anfitriona en su fiesta del té, vestida como ejecutiva exitosa y rodeada por sus ratones elegantes y por sus maniquís que atendían la velada. Del otro extremo de la mesa Lujuria la observaba en silencio, despampanante en un conjunto Armani de seda negra. Ella sonrió y extendió su copa en su dirección. Lujuria correspondió el gesto. Entonces se puso en pie y se dirigió hasta ella. Al llegar, extendió su mano, invitándola a su siguiente desliz. Catalina abrió los ojos y se descubrió en su habitación, los ronquidos de Arturo empañándolo todo. Volvió la vista al reloj y descubrió que ya era miércoles.
Se sentó a la orilla de la cama en medio de la penumbra de la madrugada escuchando la respiración ahogada de Arturo. Su ropa estaba arrugada, impregnada aún con el coctel de fragancias del departamento de perfumería y extrañó la naftalina del almacén. «“Se están llevando todo”» se recordó informarle a Cinthia. Cerró los ojos y suspiró hondo. Lujuria la observaba frente a su escritorio, provocándola estoico. Abrió de nuevo los ojos y se dirigió a la cómoda. Se hincó para abrir el cajón inferior y lo abrió cuidando de no hacer ruido. Hurgó el fondo del cajón abriéndose camino entre bragas agujeradas, calcetines solitarios y camisetas percudidas hasta revelar su objetivo: el brazo de Lujuria.
—Qué mal te has portado —murmuró casi imperceptible, extrayéndolo con cuidado y llevando su mano hasta su mejilla, acariciándose con el plástico que tanto añoraba. Entonces se encontró con el rostro cincelado de Lujuria en su mente y sonrió—. Vamos a tener que hacer algo al respecto.
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