En El Carretón siempre es de noche. La Noche Eterna. Noches rojas. La piel se impregna con la atmósfera opresora que libera los instintos; es la atmósfera ideal para que las ratas se apareen. Siempre de noche, siempre ideal. El soundtrack es “Hay que pegarle a la mujer” de Ramón Ayala y la barra es flanqueada por sendas damas de treinta pesos la cerveza (ciento cincuenta si incluye cuarto). En las mesas, turbias miradas que cuentan las veces que han de matarte si les diriges la tuya de manera directa. Como fondo, la pareja siempre solitaria del fondo. Las imágenes terminan en algún momento por desaparecer. Es el efecto del cuarto oscuro: la luz roja termina por integrar el entorno y la botella adquiere una forma sin significado. Apenas llevo la mitad.
Bebo otro pequeño sorbo y observo al cantinero; siendo las once treinta de la mañana, se mueve taciturno esquivando sin gracia a la inmensa madrota que sirve a su vez otra cerveza. Sostengo con fuerza mi botella para que no me la arrebaten; después de todo, no vengo a emborracharme; mi negocio no es hacerle negocio al cantinero: vengo a escribir.
A este cantinero lo conocí por primera vez de noche. La primera de juerga en la ciudad. Me encontraba entonces guiado por un acervo periodista, de nombre impronunciable en ciertos círculos, de esos de la vieja guardia; de esos que pueden pasar la noche entera en medio de secretos de corrupción, personajes ilustres y conquistas de proporciones épicas. El cantinero se parece de manera notable a Iturbide. Yo lo recuerdo claramente; él a mí no. Aún así, intento mediocremente recrear la rutina de Iturbide: ¿Entonces qué, mi buen ¿qué cuenta el día de hoy?
La música opaca mi voz. El cantinero sigue de largo y aparece en mi campo de visión la inmensa madrota. ¿Otra cervecita, mijo? Niego sin poder controlar la mirada perpleja que se estaciona en sus senos, enormes y que se agitan a treinta centímetros de mi rostro. Sobre el izquierdo logro leer un tatuaje inscrito en góticas: Luna. Se retira enfadada ante mi respuesta y se acerca a gritos a uno de los borrachos que ha estado al parecer, toda la mañana: ¡A ver si ya te vas dejando ahí, hijo de la chingada!
La rocola deja de tocar y nadie se toma la molestia de ingresar nuevas piezas. Mi ansiedad comienza a crecer conforme pasa el tiempo sin que ocurra nada de mi interés. Tal vez esto ha sido una mala idea: después de todo, el mundo de Iturbide es el nocturno, la noche de verdad, no la artificial creada por cortinas de chaquira a la entrada de la cantina, aún aquí en El Carretón. Recuerda esto, cabrón: no puedes escribir sin conocimiento de causa; los escritorcitos de mierda de ahora creen que con su pinche título de literatos —o peor: de comunicólogos—, pueden escribir de todo porque han leído de todo y a todos. ¡Ni madres, cabrón! Para escribir es necesario conocer, sentir en tu carne lo que vas a escribir. Escucha esa canción, cabrón: habla de sentimientos, de gente de verdad; gente que vive y que sufre… la mejor escritura viene del pueblo, de gente como ésta, cabrón…
Siempre Iturbide; siempre tan axiomático…
Me incorporo y me dirijo al cantinero para pagar. ¿Cuánto sale el cuarto? me escucho preguntar. Depende joven, ¿para cuánto tiempo lo quiere? No sé; lo de siempre. Pues ahorita no le sale caro, en la noche sí le cuesta un poco más, pero eso sí: las chamacas están mejor; ¿quiere que le mande llamar alguna? No, nada más quería saber; gracias.
Tomo mi portafolio y salgo de El Carretón. El sol de mediodía se encarga de partirme a su vez, media madre. La encandilada me obliga a detenerme un momento. A la entrada se encuentran las mismas prostitutas que cuando entré. Una de ellas, la más alta, me pregunta: ¿Ya se va, joven?; ¿no le interesa un rapidito?, una mamada por veinte pesos… Aún desorientado por la encandilada, las observo sin saber qué responder. Por fin, tras un momento que me parece demasiado largo, respondo con una sonrisa que intenta disimular cortesía. No, gracias. La puta se vuelve hacia la otra y comienza a reír, cómplice, sabiéndose en control de la situación. Después de todo, ellas son las dueñas de estas calles; conocen a su gente.
Me alejo un par de pasos, pero al tercero me detengo y de manera casi inconsciente me dirijo hacia ellas. ¿Cuánto? Ciento veinte, tú pagas el cuarto. ¿Las dos? Nomás ella. ¿Y tú qué? Yo ahorita nada más la cuido. ¿Tú sí estás trabajando? La puta menor asiente. (Comienzo a sentir el rubor incontrolable en mis mejillas).
Tras un sorpresivo arreglo de cien pesos con la madrota, me dispongo a seguir a la puta hacia el cuarto donde hemos de concretar el trato. Para mi desconcierto, ésta se dirige hacia el interior de El Carretón. Cruzamos la cantina, ahora ambientada por “Secuestro de Amor” de los Tucanes de Tijuana, bajo el escrutinio burlón del cantinero. ¿No que no?
Salimos hacia un patio flanqueado por cuartos donde las putas llevan a la clientela. El agua de las lluvias se ha estancado por doquier y huele a drenaje. Un perro tísico se acerca a la puta y sin prestarnos atención, sigue su camino. ¿Cómo te llamas? ¿Cómo quieres que me llame? ¿No tienes nombre? Aquí todas tenemos nombres ¿tú cuál quieres?
Se detiene frente a una puerta pintada de verde pistache, con el número nueve pintado con marcador. Abre la puerta sin dificultad y sin decir palabra, entramos. Enciende un foco que apenas ilumina el cuarto y coloca sobre una mesa de aluminio su bolsa roja, imitación piel. Se voltea hacía mí y permanece un momento sin decir palabra. ¿Te tengo que pagar antes de? Ajá. Oh, Okey. Toma el dinero y lo guarda en la bolsa. De su interior saca un tubo con pasta dental, un cepillo y un par de condones. Coloca los condones sobre la cama y dirigiéndose al baño, me indica que me ponga cómodo, que no tardará en regresar.
Junto a la mesa de aluminio se encuentra una silla, del mismo material y con el logo de Carta Blanca pintado sobre el respaldo. Desconcertado, la ocupo y comienzo a analizar el cuarto: apenas cabe la cama, o debiera decir, el colchón empotrado sobre tabiques y la ventana es cubierta casi en su totalidad por una cortina viejísima, que imagino de color rosa; las paredes se descarapelan en masa y huele demasiado a humedad. Años de humedad. Y sudor. Años de lamentos y sexo. Me permito el cliché: ¿podrían ellas hablar de gente de verdad, igual que las canciones? ¿Conocerán a Iturbide? ¿Cuál será su versión de mi historia?
Escucho a la puta en el baño haciendo gárgaras. Al terminar regresa al cuarto con una expresión que no logro adivinar. Su vestido es de color rosa mexicano, ajustado y sucio, que la cubre apenas. Tiene dobleces a los lados, recorriéndole el cuerpo, dándole una burda apariencia de acordeón. El escote aprisiona unos pechos incipientes con piel blanqueada sobre la línea de presión, contrastando con el tono moreno de su piel. La pantaleta deforma la curvatura natural de la cintura, formando pequeñas lonjas, de por sí poco agraciadas por el vestido.
Su peinado es descuidado y cursi, recogido en una cola irregular; su frente es groseramente opacada por un fleco ochentero, fijado en exceso. Su maquillaje contrasta violentamente con el tono de su piel y pareciera buscar una combinación con el vestido. La otra puta estaba mejor. Desvístete. Asiente sin mirarme.
Desnuda, sin mencionar palabra alguna y cubriéndose el pecho con sus manos, se acuesta sobre la cama. Levanta una sábana y se cubre con ella, acostándose boca arriba. Me desconcierta su actitud: ¿será puta novata? ¿Cómo te llamas? Silencio. ¿Cómo quieres que me llame? No sé… ¿haces esto con todos tus clientes? Pausa. Ninguno me había preguntado mi nombre. ¿A no?, y entonces ¿cómo te dicen? Silencio. Ellos me dicen como ellos quieren… ¿Cómo te han llamado? Silencio. ¿Cómo te gustaría que te llamaran? Silencio. Victoria. Siempre me ha gustado el nombre Victoria.
Me incorporo y me dirijo hacia Victoria. Me siento sobre el borde y comienzo a observarla. Victoria sólo atina a ver el techo, como esperando a que yo tome la iniciativa. Tras un momento en silencio, vuelvo la vista al piso; me incorporo y colocando mi portafolio sobre la mesa, comienzo a desabrocharme el cinturón.
Coloco la chamarra sobre el respaldo de la silla y desabotono la camisa; no hace mucho frío (a pesar de ser febrero), pero aun así me dejo puesta la camiseta. Me quito el pantalón y lo coloco junto a la demás ropa. Al final quedo tan sólo con la camiseta, calcetines negros y un condón azul. Victoria me ha estado observando durante todo este tiempo, como si fuera algo novedoso para ella. Nadie se quita toda la ropa. ¿No? Todos terminan bien rápido: nomás llegan, hacen lo suyo y se van. Oh.
Me acuesto sobre mi costado derecho, enfrentando a Victoria, quien no se movido; aun sigue tapada hasta el cuello, como virgen de pueblo. Tomo la sábana entre mis manos y en contra de su voluntad, la descubro. Noto que su piel se encuentra reseca y resalta el bronceado contrastando con la silueta más clara dejada por el vestido. Coloco mi mano sobre su pecho y siento una leve reacción; su pezón casi negro se endurece y Victoria comienza a respirar más rápido.
Me acerco a su rostro y la beso. Gusto la menta en sus labios y lengua. El beso, si bien correspondido, es frío e impersonal, opacado por el compromiso. Continúo con su cuello, pellizcando aun sus pezones. Debajo del perfume barato, su piel huele a detergente y la falta de humectantes le infiere una textura rugosa, como la de un anciano. Entonces mis labios se encuentran con sus senos. Esto le arrebata una respuesta más espontánea y por primera vez deja escapar un leve gemido.
Victoria no me ha tocado en ningún momento desde que llegamos.
Me inclino aun más sobre ella y comienzo a explorar otras partes de su cuerpo. Tomo su cintura entre mis manos mientras continúo mamándole las tetas y logro abrir sus piernas con las mías. El deseo por penetrarla es casi inmediato, pero decido esperar. Comienzo por descender por su abdomen con mis labios, dispuesto a llegar a su sexo. Al llegar al pubis, un olor penetrante me detiene en seco. Es un olor fuerte, de días, mezclado con un tenue aroma a mierda; una oleada de indignación me invade.
Por un instante considero proseguir con mi objetivo original, sin embargo, no puedo evitar sentir asco. Cierro los ojos e intento olvidarme por un momento del olor; acerco el rostro a aquel sexo flácido por el uso.
Es inútil. Decido abandonar la tarea cuando me cercioro de que casi he perdido la erección. La puta se ha dado cuenta de la situación, y acto seguido toma mi verga en sus manos y comienza a masturbarme, gimiendo y hablando ahora como estrella porno. Comienza a acariciar otras partes de mi cuerpo y por primera vez me parece totalmente desinhibida.
Ahora es ella la que se encuentra sobre mí. Con su mano sigue manipulando mi verga y con su boca estimula mi cuello, hombros y pecho. Cierro los ojos y me dejo llevar por el momento; sin embargo, reacciono al darme cuenta de que la puta me quiere montar. ¡No, así no! ¿Eh? Así no; voltéate.
La coloco de perrito, adoptando a la vez, mi postura correspondiente. En esta posición la puta se ve más vulnerable, más manejable. Tomo con una mano su cintura, mientras que con la otra dirijo mi verga hacia su interior. Victoria comienza a gemir con mayor fuerza. Noto que sus gemidos y expresiones son ensayados, teatrales; sin embargo, no me importa, en este momento nada importa ya… ¡Así papi, así…! ¡Más!, ¡aay! Dime tu nombre. ¡Aaah! Dime tu nombre… ¡Aaah! Por favor, dime tu nombre…
*
Me encuentro acostado observando el techo descarapelado. Victoria se encuentra de nuevo en el baño, arreglándose. Decido hacer lo propio; cuando Victoria sale del baño, me sorprende abrochándome el cinturón. Al terminar de vestirme, la puta se coloca frente a mí, esperando, creo, a que tome la decisión de salir. Tomo mi cartera y saco un billete de cincuenta. Pa’ las sodas. Victoria toma el billete y sin decir nada lo guarda en su bolsa roja imitación piel. ¿Qué haces con el dinero? Compro comida. ¿Tienes niños? Silencio. ¿Cuál es tu nombre? La puta sonríe.
Al regresar a la cantina, la puta se dirige con Luna, la madrota de los senos gigantes y le entrega la parte que le corresponde. Victoria sale de El Carretón sin despedirse de mí, seguramente a esperar al siguiente cliente. ¿Cuántos más?
Al pasar por la barra, el cantinero me detiene para cobrarme veinte pesos por servicio de agua. Yo ni entré al baño. Es cuota estándar. Oh. ¿No se echa la del estribo, joven?, afuera el sol está pegando sabroso… Vuelvo la vista a mi alrededor y me encuentro una vez más con la noche roja; la noche diurna. Uno de los borrachos se incorpora y se dirige hacia la rocola. Elige una pieza que habla sobre cómo los caminos de la vida no son como uno espera y berreando su grito de guerra, vuelve a su mesa donde lo espera su dama y sus cervezas. Vuelvo la vista hacia el cantinero que sigue esperando mi respuesta y dirigiéndome de nuevo a la barra, tomo asiento. ¿Por qué no?
Ocupo la misma silla en la que me encontraba hace menos de media hora, mientras el cantinero coloca una Pacífico frente a mí. La observo en silencio un momento, pensando en mi siguiente paso. El cantinero sonríe mientras despacha otra cerveza a un individuo que se encuentra a dos sillas de mí. Al acercarse de nuevo, vuelvo mi vista hacia él y a punto de tomar un sorbo de mi cerveza, descubro que al final no me queda otra opción más que aplicar el punchline: ¿Entonces qué, mi buen: qué cuenta el día de hoy…?