—¡Hey! ¿Qué pedo, cuándo vienen a tocar a Administración?
—Cualquier día de estos —aseguro sonriendo, representando mi papel VIP.
—¡Ya dijiste! ¡Wooo!
El fan sigue su camino satisfecho y yo me despido con un pulgar arriba mientras me dirijo a clases en Humanidades. Desde que regresé de mi sabático con la greña larga y barba desaliñada, la raza se la pasa confundiéndome con el cantante de Los Gatos de la Azotea, una banda local que toca los fines de semana en la Plaza del Zapato de Zona Río. Al principio me sacaba de onda porque no tenía ni idea de quiénes eran esos güeyes, hasta que la curiosidad me ganó y fui a verlos —de incógnito, desde luego, con el cabello recogido y lentes oscuros, aunque fueran las 10 de la noche— y como que alcancé a reconocer el parecido. Digo, enfundado en ropa negra, 120 kilos, uno setenta y cinco y greñudo; supongo que el arquetipo podría ser identificado como “Rockstar Wannabe”.
Con el tiempo comencé a aceptar mi destino como Cantante de los Gatos de la azotea look-alike. Primero sí traté de aclarar que solo nos parecíamos, pero más adelante comencé a seguirles la corriente, “Ya ves, aquí de tour” o “Este fin tocamos en Rosarito, pero para la próxima semana regresamos a la Plaza”. Es divertido. Y, sobre todo, ha tenido sus perks: a cada rato me pichan cervezas en los antros de la Plaza y hasta tengo mi propia grupie, una chava bien mona de Tecate que está estudiando filosofía. Alguna vez me pidió que le cantara, pero me hice güey diciendo que sin micrófono no me latía igual. It is fun.
“¡Hey! ¡HEY!”, escucho en la dirección del fan que acabo de saludar. Vuelvo la vista y lo encuentro señalándome algo con su mano. Frente a él, un cuate corre en mi dirección. ¡Ja! seguramente le dijo que “yo” andaba en la escuela y me lo mandó para que le dé un autógrafo o alguna mamada de esas. ¡Ah! El precio de la fama…
—¡Así te quería encontrar! —me dice con la respiración cortada.
Sonrío una vez más y me dispongo a recrear mi rutina de Rockstar cuando una explosión aguada en la jeta me manda a volar. Caigo de lado sobre mi brazo y mi cara es cortada por mil navajas del pasto recién podado.
—¡Te dije que si te agarraba solo te iba a partir en tu padre, hijo de la chingada! —escucho al tipo gritar a través de una pared lejana mientras trato de recuperar algún tipo de control sobre mi cuerpo—. ¡Ahora si te va a cargar la chingada!
—¡Woa, woa, WOA! —alcanzo a balbucear tratando de proteger la cara ante la inminente putiza que este cabrón me quiere propinar—. ¿Qué pedo contigo, güey?
—¡Ni te hagas pendejo! ¡Ya te dije que te dejaras de andar con tus cabronadas!
—¡No mames, güey! ¿De qué chingados hablas?
—¡Te advertí, puto, que si te le volvías a acercar, te iba a partir en tu madre! —vocifera casi encima de mí con los puños listos para seguir con la madrina.
¡En la puta madre! ¿De qué chingados habla? ¡Fuck! ¿Será el novio de la morra de Filosofía? ¡No pinches mames!
—¡No soy yo! —escupo con la vaga esperanza de que me crea antes de que me suelte el siguiente madrazo—. ¡Yo no soy el cantante de Los Gatos de la azotea, güey!
—¡Ni te hagas pendejo! ¡Bien que los vi saliendo del puto motel, ni te hagas!
—¡No fui yo, güey! ¡Te lo juro! —alcanzo a responder un instante antes de la lluvia de madrazos que me dejan molido sobre el pasto.
Escucho lejanos a otros estudiantes detenerlo advirtiéndole que me va a matar, que le pare antes de que llamen a la policía mientras quedo abrazando mi mallugada humanidad en medio de mis patéticos lamentos. Entonces se les escapa por un instante y en medio de los gritos, se acerca para propinarme un último manazo en la cabeza antes de despedirse:
—Si te vuelvo a ver con mi Luis, te mato ¿oíste? Estás advertido, cabrón…